Sindicato

Sindicato

Mayorista de la venta de la fuerza de trabajo, originalmente creado por los propios trabajadores para defender sus condiciones laborales en un marco de conciliación de clases y afirmación de su propia existencia dentro de las instituciones del estado nacional. Con el desarrollo monopolista del capital nacional y la universalización del capitalismo de estado, el sindicato es reconocido como un monopolista más y absorbido como todos ellos en las estructuras del estado nacional.

Origen y desarrollo

Los sindicatos no son, ni mucho menos las primeras organizaciones de la clase trabajadora, ni los inventores de la huelga. Las primeras formas de lucha moderna de los trabajadores mediante huelga aparecen en el siglo XVI en Francia y XVII en España, organizadas a través de confraternidades y cofradías de asalariados dentro del régimen artesanal, y serán luego sustituidas por las «mutuas» primero y por las «cajas de resistencia», antecedente directo del sindicato, después.

Los sindicatos modernos nacen a partir de 1860 de una fracción del proletariado que mayoritariamente sigue ligada a la producción artesanal, en un marco de pequeña producción en el que la tendencia, característica del proletariado todavía débil del pequeño taller, a la conciliación entre clases, se ve reforzada por las condiciones generales que el capitalismo ascendente hace posible: mejoras sostenidas en el salario (al dispararse la productividad) y conquista de un espacio autónomo de representación y organización de la clase.

Un marco en el que los grandes sindicatos irán entrenando y aceitando su función como «mayoristas» de la fuerza de trabajo, mejorando no solo las condiciones inmediatas de los trabajadores sino también igualando las condiciones de competencia de los capitalistas y equilibrando la tasa de ganancia entre los distintos sectores (usos del capital) de un modo más efectivo que la competencia individual entre trabajadores.

El primer sindicato no apareció sino en 1864. Cualquier idea de lucha de clase le era ajena, puesto que se presenta proponiéndose, por el contrario, conciliar los intereses de los trabajadores y de los patrones. El propio Tolain [miembro de la Iª Internacional] no le asignaba otro objetivo.Hay que constatar también que el movimiento sindical no lo inician en absoluto los medios más explotados de la clase obrera -el proletariado industrial naciente- sino más bien los trabajadores pertenecientes a profesiones artesanales.

Refleja pues directamente las necesidades especificas y las tendencias ideológicas de tales capas obreras. Mientras que los zapateros y los tipógrafos, artesanos por excelencia, crean sus sindicatos en 1864 y en 1867 respectivamente, los mineros, que constituyen el proletariado más fuertemente explotado, no crean su primer sindicato sino en 1876 en el Loire (en 1882 en el Norte y en Pas-de-Calais), y en los textiles, donde las condiciones de trabajo son particularmente espantosas, no sienten por primera vez la necesidad de un Sindicato sino 1877.

¿De donde viene en esa época la fermentación de los espíritus cuando las ideas socialistas (y las ideas anarquistas que sólo más tarde se diferenciarán) se propagaban en toda la clase obrera de las grandes ciudades, cuando los trabajadores más explotados repugnan tan manifiestamente a la organización sindical mientras que la buscan los que tienen un nivel de vida mejor?

Antes que nada hay que recordar que los primeros sindicatos creados por obreros de profesiones artesanales son tan sólo organismos de conciliación y no de lucha de clases. No lo serán sino tiempo después. Por otra parte, representan la forma de organización más adecuada a profesiones que entre múltiples talleres reúnen un número bastante reducido de obreros del mismo oficio. Era el mejor medio de agrupar a los obreros de un mismo oficio diseminados en los talleres de una misma ciudad. de darles una cohesión que las condiciones propias del trabajo tendían a impedir.

Cabe recordar también que el carácter artesanal de un oficio lleva a menudo por consecuencia que patrones y obreros trabajen codo con codo y lleven el mismo género de vida. Incluso sí la situación económica del patrono es muy superior a la del obrero, el contacto humano que con frecuencia mantiene con este último impide la aparición del foso que separa a obreros y patronos de las grandes industrias. Entre patrones y obreros de oficios artesanales se conserva también un mínimo de familiaridad de oficio, ausente por completo e inconcebible, en la gran industria.

Todas esas razones concurrían a inducir, la mayoría de las veces, a la conciliación, más bien que a la lucha… La situación de obreros de los ramos textil y minero (tomándolos por ejemplo) era por completo diferente. Entre los mineros tanto como entre los textiles. grandes masas de obreros de profesiones diversas se encontraban aglomeradas en fábricas y pozos, sometidos a condiciones inhumanas de trabajo.

Si los obreros de las empresas artesanales son los primeros en organizarse para discutir de sus intereses con los patronos, los de las grandes industrias, sometidos a la más implacable presión del capital, son los primeros en percibir lo que les opone irreductiblemente al patronado, en rebelarse contra la situación que les es impuesta, en practicar la acción directa, en reclamar su derecho a la vida armas en mano; los primeros, en suma, a orientar a la revolución social.

La rebelión de los «canuts» [trabajadores de la seda] lyoneses, en 1831, así como la huelga de los mineros en 1844, lo indican claro. Mientras que, entre 1830 y 1845, los tipógrafos, por ejemplo, no figuran ni una sola vez en una lista de los oficios que han sido objeto del mayor número de condenas, los mineros están señalados tres veces (la industria minera se encuentra entonces en pleno desarrollo) y los trabajadores textiles casi todos los años.

La conclusión que se impone es que los obreros de las grandes industrias no acordaban interés alguno a una forma de organización que le proponía la conciliación (por ellos presentida imposible) entre clases adversas. No acuden a ella sino tiempo después y por así decirlo a regañadientes, pues por su situación misma se ven empujados a formas de lucha abierta con el patronado que el sindicato no tomaba en consideración, al principio al menos. De hecho, los trabajadores de las grandes industrias no van a la organización sindical sino a partir del momento en que ésta inscribe en cabeza de sus estatutos, principios de lucha de clases.

Serán ellos por lo demás, los que promoverán en el plano reivindicativo, las luchas más violentas entre 1880 y 1914. Mediante esa concesión a sus aspiraciones, se resignaron adherir al sindicato, mas por otras varias razones. Primero, porque ninguna otra forma de organización era concebible en la época. Además, estaba entonces en delantera la perspectiva de un amplio desarrollo progresivo del capitalismo, de donde la necesidad de apretar la cohesión de la clase obrera, a fin de arrancar al patronado condiciones de existencia más satisfactorias, que permitieran mejor preparación de los trabajadores para dar el asalto final a la propiedad.

Desde sus inicios, el sindicato aparece a los obreros de las grandes industrias como un mero ir tirando. Era, sin embargo, aceptable en la época debido a las supervivencias artesanales que la industria comportaba. Era una una solución positiva en aquella época de desarrollo continuo de la economía capitalista que iba acompañada de un crecimiento constante de la libertad y de la cultura. Su reconocimiento por el Estado y, a través de él, del derecho de asociación y de prensa, constituía una adquisición considerable.

No obstante, incluso cuando el sindicalismo adoptaba el principio de lucha de clase, nunca se propuso, en el combate cotidiano, el derrocamiento de la sociedad; por el contrario, se limitó a agrupar los obreros con vistas a la defensa de sus intereses económicos en el seno de la sociedad capitalista.

A veces, la defensa toma el aspecto de una lucha encarnizada, pero jamás lleva el propósito, ni implícito ni explicito, de transformar la condición obrera mediante la revolución. Ninguna de las luchas de la época. siquiera las más violentas, apuntan a tal objetivo. Todo lo más, el sindicato entrevé, para un porvenir indeterminado, que adquiere desde entonces la significación del cardo del burro, la supresión del patronado y del salariato. y por consecuencia de la sociedad capitalista que los engendra. Pero nunca emprenderá acción alguna en tal sentido.

Benjamin Peret, «Los sindicatos y la lucha de clases» en «Los sindicatos contra la revolución», 1954

Sindicatos, monopolismo y capitalismo de estado

Con el desarrollo del imperialismo y la entrada del capitalismo en su fase de decadencia, los sindicatos pasan paulatinamente de mayorista a monopolista de la fuerza de trabajo. Exactamente de la misma manera que los cárteles del carbón y del acero -primeros sindicatos de capitalistas- su relación con el capital bancario y el estado va consolidando una nueva forma de organización de la burguesía ante las nuevas condiciones que sufre el capital nacional: el capitalismo de estado.

Están en trance de pasar de la «libre» concurrencia entre la oferta y la demanda de la fuerza de trabajo a la fase de regimentación de la oferta por la demanda, o sea, de la clase obrera por el capital monopolista o estatal, monopolio exclusivo. [...] Tan lejos están de ser modificables en sentido revolucionario, como cualquier otro estamento de la sociedad de explotación. A imagen de ésta, utilizan la clase trabajadora para sus fines particulares, mientras los hombres jamás hallarán modo de adaptarlos a sus exigencias revolucionarias; sólo pueden destruirlos.

G. Munis en «Los sindicatos contra la revolución», 1960

La transición será perceptible en la evolución de la IIª Internacional: la tendencia reformista y oportunista se verá en todo momento apoyada y empujada por la burocracia sindical socialdemócrata, hasta culminar en la defensa entusiasta del estado, el llamamiento al encuadramiento y el alistamiento en el ejército y en fin, la negación del internacionalismo más básico, verdadera frontera de clase.

En el periodo precedente a la primera guerra mundial los dirigentes sindicales no fueron los representantes legítimos de la clase obrera, sino apenas en la medida en que tenían que asumir ese papel para aumentar su crédito en el Estado capitalista.

En el momento decisivo, cuando era necesario escoger entre el riesgo de comprometer una situación adquirida llamando las masas a rechazar la guerra y el régimen que la engendraba, reforzaron su posición, escogieron el segundo término de la alternativa optando por el régimen y se pusieron al servicio del capitalismo. No fue ése el caso sólo en Francia, puesto que los dirigentes sindicales de los países implicados en la guerra adoptaron la misma actitud en todas partes. Si los dirigentes sindicales traicionaron, ¿no es porque la propia estructura del sindicato y su lugar en la sociedad hicieron, desde el principio, posible esa traición y luego inevitable en 1914?

Benjamin Peret, «Los sindicatos y la lucha de clases» en «Los sindicatos contra la revolución», 1954

La revolución de 1905 empero, había presentado nuevas formas y medios de lucha de clases que se demostrarían tan opuestos a los sindicatos como fundamentales para toda la oleada revolucionaria abierta en 1917: la huelga de masas y los comités y consejos obreros. Estos nuevos medios:

Los comités o consejos de fábrica democráticamente elegidos por los trabajadores en los lugares de trabajo, cuyos miembros, bajo control inmediato y constante de sus comitentes, son revocables en cualquier instante. Dichos comités son, evidentemente, emanación directa de la voluntad de las masas en movimiento y facilitan su evolución. Por eso, en cuanto aparecen, incluso bajo la forma provisional de comités de huelga, entran en conflicto tanto con los dirigentes sindicales, cuyo poder amenazan, como con los patrones. Unos y otros se sienten igualmente amenazados, y de igual manera, tanto que por lo general los dirigentes sindicales interceden entre patrones y obreros para hacer cesar la huelga.

Estoy convencido de que ningún trabajador que haya participado en un comité de huelga me contradirá, sobretodo por lo que toca a las huelgas de los últimos años. Por lo demás, es normal que así ocurra. Puesto que los comités de huelga representan un nuevo organismo de lucha, el más democrático que pueda concebirse. Tiende, conscientemente o no, a substituir al sindicato, que en tal caso defiende los privilegios adquiridos procurando restringir las atribuciones que en el comité de huelga se acuerda. ¡Imagínese entonces la hostilidad de los sindicatos a un comité permanente, llamado por la lógica misma de las cosas. a subordinarlos y a suplantarlos!

G.Munis, «Los comités de fábrica, motor de la revolución social» en «Los sindicatos contra la revolución», 1960

¿Por qué «traicionan» los sindicatos?

El capitalismo de estado bajo el que vivimos deja a los trabajadores y lo que ellos llaman nuestras «legítimas reivindicaciones» un espacio muy angosto: la discusión mediada por los sindicatos y sus comités de empresa del precio de nuestra hora de trabajo, empresa por empresa y sector por sector. Discusión que todas las partes -sindicatos, patronal y estado- aceptan supeditada a la existencia de ganancias.

Desde el principio, «cumplir el convenio» -es decir, la ley- y obtener «carga de trabajo» para las empresas encabezaron las reivindicaciones puestas por los sindicatos. Es una vieja historia ya conocida en Cádiz por los trabajadores de Navantia. Remacha la idea de que «el bienestar de los trabajadores depende de los resultados de la empresa». La vieja fórmula machacada a fuego por los sindicatos durante años bajo la forma «no podemos pedir a la empresa lo que no puede dar».

¿Pueden los sindicatos tener una dirección diferente de la famosa burocracia sindical corporativista?

El negocio de los sindicatos no es ayudar al desarrollo de las luchas. Por lo tanto tampoco el de sus dirigentes. Su negocio es mediar la venta de fuerza de trabajo aspirando a convertir la organización de la que son cuadros profesionales en un monopolista más dentro del gran juego de capitales que determina precios y salarios.

Cobrar por organizar fuerza de trabajo en la producción es lo mismo que hace un directivo de cualquier compañía. El directivo asalariado es la forma característica de la burguesía corporativa en el capitalismo de estado bajo el que vivimos. ¿Qué cabe esperar de la burguesía corporativa... sindical?

De ese modo, los sindicatos en realidad abortan la organización de los trabajadores corporativizándolos para encauzar las ganas y la necesidad de luchar hacia un terreno que en realidad simplemente organiza el mercado de trabajo, no la lucha por las necesidades universales de los trabajadores. Como en el mercado, en el sindicato todo el conjunto de posibilidades se resume al resultado de oferta y demanda en un juego trucado.

Es decir, ni como organización ni como conjunto de cuadros y liberados pueden darse por objetivo extender de un modo real la lucha, el único modo del que puede triunfar. Hace mucho que son parte del estado, de hecho, piezas fundamentales del capitalismo de estado bajo el que la burguesía organiza su propio dominio. Piezas que no son ni más ni menos contradictoria que otras.

Por eso toda la experiencia sindical del último siglo no puede resultar sino desmoralizante: porque los sindicatos no son ya herramientas de organización de los trabajadores como clase. Y sin organización de clase no cabe otra cosa que atomización -por coordinada que esté- y desmoralización.

¿Por qué los sindicatos sustituyen asambleas de huelga por asambleas informativas y votaciones secretas?

Lo que da fuerza a toda huelga, pequeña o grande, como a cualquier lucha de clase es que, aunque sea de manera potencial, materializa a un sujeto colectivo. Un sujeto que es mucho más potente que cualquier simple suma de individuos cuyo nivel de compromiso y cohesión nadie conoce. Si la asamblea lo decide vamos todos a la huelga, si no, por mucho que creamos en su necesidad, tendremos que aceptarlo y seguir luchando por convencer a los compañeros.

Sin embargo, vemos cada vez más a menudo que los sindicatos nos llaman a ir a la huelga sin convocar antes siquiera una asamblea o, cuando lo hacen, reduciéndola a asamblea informativa. El resultado son huelgas que ni siquiera son de empresa, sino de individuos, por eso su seguimiento se da en términos porcentuales: «un 60% de la plantilla siguió la huelga», nos dicen, como si fuera un éxito. Pero si la mayoría quería huelga ¿por qué no discutirlo en una asamblea e ir todos juntos?

La cuestión es que si la asamblea convoca, la asamblea decide y decide también quién la representa. La misma asamblea que convoca y dirige, elige un comité de huelga y modifica su composición cuando lo estima conveniente. Es más, la asamblea es soberana y bien puede optar -es la forma de avanzar- por incluir en igualdad a los trabajadores temporales y de las contratas. Dicho de otro modo: la asamblea, cuando es tal, tiende constituir una base más amplia que la que pretende representar el comité de empresa elegido regularmente entre los candidatos sindicales en cumplimiento de la legislación laboral.

Ese es el fondo de toda esta cuestión: quién tiene la soberanía: los trabajadores o los comités de empresa; los órganos que nos damos a nosotros mismos y que tienden a incluir a todos, o los órganos impuestos por la ley y que nos hacen elegir entre los sindicatos.

Las asambleas atomizadas por centro de trabajo y los comités de empresa autoinvestidos como (falso) comité de huelga significan supeditar la organización de la huelga a los sindicatos y sus objetivos, el primero de los cuales es la rentabilidad de la empresa.

Su modelo «ideal» es presentar la huelga como un derecho individual limitado a seguir o no a los sindicatos. Lo que hace de la huelga lo opuesto de una afirmación de clase y por tanto de algo útil para conseguir la satisfacción de nuestras necesidades. La huelga se convierte de esa manera en ejercicio de ciudadanía, aislándonos, atomizándonos y, como en cualquier mercado o parlamento, reduciendo nuestra soberanía a elegir entre las opciones que nos ofrecen las instituciones del capitalismo de estado.

Aceptar la desorganización sindical de la lucha significa entonces limitar la negociación a un pasteleo a puerta cerrada con la patronal en el que ambos «equipos gestores» fijan precios y condiciones mediante el análisis de las condiciones de la empresa.

Toda lucha de los trabajadores que va a algún lado es un ejercicio de centralismo en torno a la asamblea de huelga. Todo lo demás es romper a los trabajadores, enfrentarlos entre ellos y provocar una desmoralización que esterilice el camino a nuevas luchas.

Una versión suave pero no menos insidiosa del mismo ciudadanismo sindical es la imposición del voto secreto en las asambleas. Aislados frente la urna estamos solos frente a la empresa y los sindicatos, es decir frente al poder del capital y el estado. Por eso nos recuerdan que debemos votar pensando en lo nuestro... que nunca es lo colectivo, sino la angustia de no llegar a fin de mes y quedarnos solos si sigue la huelga.

Por contra, discutiendo abiertamente y votando a mano alzada, frente a frente, hombro con hombro con los demás compañeros, el voto mismo es un lazo de compromiso y una muestra de coraje. Las asambleas así organizadas, no solo permiten tomar decisiones en función del número, sino del compromiso y el ánimo de sus miembros. Y los comités de huelga por ellos elegidas dejan de ser representaciones de los sindicatos frente a los trabajadores para convertirse en verdaderas delegaciones de los trabajadores frente al capital.

¿Por qué no es mejor el sindicalismo «combativo»?

El «sindicalismo combativo», pretendidamente «radical», añade al viejo libro de jugadas sindical nuevos caminos al desastre bajo la capa de un falso coraje e indignación.

Aunque los «sindicatos combativos» no entren en la mesa de negociación, generalmente no hacen nada por convertir asambleas informativas de centro en asambleas generales de huelga. Su lucha es con los sindicatos «mayores» por copar la representación.

Su papel distintivo es descarrilar la «radicalidad» de los trabajadores más comprometidos de la lucha por una asamblea real de huelga al terreno estéril del desfogue en la calle con la policía, que tanto gusta a los medios para intentar aislar las luchas.

Pero eso es solo el primer movimiento. Cuando los grandes sindicatos fuerzan una «salida», en vez de oponerles la unidad de la asamblea -que ayudaron a abortar- contra la capitulación, los «sindicatos combativos» separan a los trabajadores más combativos del conjunto, se olvidan de la asamblea general y los abocan a una huelga en solitario y estéril que solo sirve para aislarlos y desmoralizarlos ante «la falta de respuesta» de los compañeros.

Eso cuando la técnica de movilización del «sindicalismo de izquierda» no consiste desde el primer momento en mantener en movimiento y dispersos a los trabajadores. Mucho piquete, mucho corte de ruta y movilizaciones segmentadas por categorías y oficios. Todo con tal de evitar el llamado a asambleas abiertas para que la extensión de las luchas se haga real y confluyan los trabajadores en lucha.

Es lo que vemos, llevado al límite, por ejemplo en los movimientos piqueteros que exalta la tradición de la izquierda trotsko-stalinista en Argentina, mostrando los piquetes y cortes de ruta como un ejemplo a seguir en la lucha por conquistar mejores condiciones. Nada podía ser más destructivo. Con estos métodos, dispersan y debilitan a nuestra clase, que solo pueden afirmarse en las fábricas, en las escuelas, en los hospitales y en los barrios mediante asambleas soberanas, eligiendo sus propios representantes y dando pasos coordinadamente.

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