Fascismo

Fascismo

Movimiento revolucionarista de la pequeña burguesía que hace de punta de lanza de la contrarrevolución y tiene por misión histórica la destrucción del tejido de organizaciones de clase heredado de la II Internacional, sustituyéndolas por el encuadramiento forzoso de los trabajadores en el capitalismo de estado a través de sindicatos e instituciones derivadas o integradas en el aparato político del estado.

Origen del fascismo

El fascismo surge en Italia en el ambiente nacionalista que clama por la participación en la primera guerra mundial para «culminar» la reunificación italiana, es decir, el programa territorial de la revolución burguesa.

Se remonta a los años 1914-15, es decir, a la época que precedió a la entrada de Italia en la guerra mundial, los grupos que pedían esta intervención y que, desde el punto de vista político, estaban formados por representantes de diversas tendencias, constituyeron la primera manifestación del fascismo. Había un grupo de derecha con Salandra, es decir, los grandes industriales interesados en la guerra que antes de reclamar la intervención de la Entente, habían preconizado la guerra contra ella.Allí se encontraban por otra parte tendencias burguesas de izquierda: los radicales italianos, es decir, los demócratas de izquierda y los republicanos, partidarios tradicionales de la liberación de Trento y de Trieste. En tercer lugar se encontraban algunos elementos del movimiento proletario, sindicalistas revolucionarios y anarquistas. A estos grupos pertenecía igualmente (se trata por cierto, de un caso individual pero con una importancia particular) el jefe del ala izquierda del Partido Socialista, director de «Avanti»: Mussolini.

Amadeo Bordiga. Informe sobre el fascismo. IVº congreso de la Internacional Comunista.

Estas tendencias «de izquierda», son las que cuajaran alrededor de d'Annunzio, Rossoni y Mussolini en un revolucionarismo\ de la pequeña burguesía. Como todo el revolucionarismo de la pequeña burguesía hasta entonces será ante todo nacionalista y popular (=interclasista).

Pero en 1919-20 hay dos elementos que marcan un cambio de época histórica que son los que le darán forma específica como fascismo: la revolución obrera y la integración de los sindicatos en el capitalismo de estado.

Lo que da la oportunidad al fascismo para convertirse en la esperanza de la gran burguesía serán las vacilaciones y debilidades del movimiento revolucionario en Italia. Tras la incapacidad del partido socialista para dirigir los movimientos masivos de los trabajadores, las ocupaciones de fábricas y los movimientos del proletariado rural, la pequeña burguesía en masa da un giro y la burguesía ve la oportunidad de utilizarla como ariete contra la revolución en marcha.

El proletariado estaba desorientado y desmoralizado. En cuanto vio cómo se le escapaba la victoria, su estado de ánimo sufrió una profunda transformación. Se puede decir que en 1919 y en la primera mitad de 1920, la burguesía italiana se había resignado en cierta forma a asistir a la victoria de la revolución. La clase media y la pequeña burguesía tendían a jugar una función pasiva, a remolque no de la gran burguesía, sino del proletariado al que creían a las puertas de la victoria. Este estado de ánimo posteriormente se ha modificado radicalmente. En lugar de asistir a la victoria del proletariado, se ha visto a la burguesía organizar con éxito su defensa. Cuando la clase media constató que el P. Socialista no era capaz de tomar la delantera, perdió poco a poco confianza en las posibilidades del proletariado y se volvió hacia la clase opuesta. Es en este momento que la ofensiva capitalista y burguesa comenzó. Se aprovechó esencialmente del nuevo estado de ánimo en el que la clase media se encontraba. Merced a su composición extremadamente heterogénea, el fascismo representaba la solución al problema de la movilización de las clases medias en favor de la ofensiva capitalista.

Amadeo Bordiga. Informe sobre el fascismo. IVº congreso de la Internacional Comunista.

A pesar de las inevitables incongruencias ideológicas de un movimiento de tal tipo, el fascismo no es solo una ideología nacionalista y revolucionarista que moviliza contra el proletariado a una pequeña burguesía frustrada. Construye una forma específica de capitalismo de estado socializante alrededor de los sindicatos: el estado corporativo.

Surgido primeramente en Italia en 1920, con una concepción ideológica basada en las teorías de Sorel sobre la violencia, y su aplicación sistemática, tomó de los núcleos sindicalistas que le apoyaban (Rossoni) la ideación corporativa del Estado, y del campo nacionalista, al mismo como entidad supra—temporal e individual. (Todo en el Estado; nada contra el Estado: nada fuera del Estado, Mussolini). El Partido Fascista representa y encarna el Estado; el gran consejo, regentado por éste, es la institución central de gobierno y los sindicatos como instrumento de ligación entre el pueblo y el Estado. (Bien que los tales sindicatos no desempeñan más función que la de someter pacíficamente el proletariado a los patrones). Primitivamente presentose como socialista, al extremo de que en 1919 sostenía un programa de esa índole, apoyando las demandas campesinas de socialización de la tierra y apoyó la ocupación de la fábricas en Lombardía, pareciendo que quedaría en ser una fracción socialista. Apoyándose en el descontento de las masas rurales y pequeño burguesas, los excombatientes y profesionales liberales, que se veían amenazados de sustitución, y sustituidos, por los que no habían ido a la guerra, agitando un programa socializante y aprovechándose principalmente del fracaso de la ocupación de las fábricas y la huelga general del proletariado, debido a la traición de los reformistas, subvencionado abundosamente por el capitalismo, llegó al poder, en donde arrasó con todas las organizaciones de la clase obrera e inclusive de toda oposición burguesa, abjurando asimismo de su primitiva demagogia anticapitalista.

Por todo esto se ve que no sólo es un fenómeno de reacción capitalista sino, hasta un cierto grado, un método político nuevo del capitalismo, cuyo análisis y conocimiento importa sumamente al proletariado. Constituye hoy un poder estatal especial, que ha abolido todas las formas democráticas, reemplazándolas por el gobierno de un partido militarizado y burocrático que mantiene en un estado de opresión absoluta a toda la población.

Antonio Gallo. Sobre el movimiento de septiembre, 1932

El ascenso del nazismo en Alemania

El crack del 29 se traduce en Alemania en un ascenso espectacular del partido nazi en las elecciones de 1930. La Komintern hace un alarde de triunfalismo ignorando los resultados e interpretando los resultados del KPD como una victoria. Trotski responde tan pronto como tiene los resultados proponiendo «evaluar la victoria parlamentaria del partido comunista a la luz de las tareas revolucionarias».

El resultado, obviamente, no es triunfalista sino alarmante... y en su base está la incapacidad, más que justificada, del proletariado alemán para confiar en el KPD. Incapacidad que aliena a la pequeña burguesía del partido de la esperanza revolucionaria (el comunismo) echándola en brazos del partido de la desesperanza contrarrevolucionaria (el fascismo).

El crecimiento gigantesco del nacionalsocialismo refleja dos hechos esenciales: una crisis social profunda, que arranca a las masas pequeñoburguesas de su equilibrio, y la ausencia de un partido revolucionario que, desde este momento, juegue a los ojos de las masas un papel de dirigente revolucionario reconocido. Si el partido comunista es el partido de la esperanza revolucionaria, el fascismo, en tanto que movimiento de masas, es el partido de la desesperanza contrarrevolucionaria. Cuando la esperanza revolucionaria se apodera de toda la masa del proletariado, éste arrastra inevitablemente tras de sí, por el camino de la revolución, a capas importantes y cada vez más amplias de la pequeña burguesía. Sin embargo en este dominio, las elecciones ofrecen precisamente la imagen opuesta: la desesperación contrarrevolucionaria se ha apoderado de la masa pequeñoburguesa con tal fuerza que ha arrastrado tras de sí a capas importantes del proletariado.

¿Qué explicación puede tener esto? En el pasado hemos podido ver un reforzamiento brusco del fascismo (Italia, Alemania), victorioso o, al menos, amenazante, después de una situación revolucionaria agotada o echada a perder, a la salida de una crisis revolucionaria en el curso de la cual la vanguardia proletaria había mostrado su incapacidad para ponerse a la cabeza de la nación, para transformar la suerte de todas las clases, incluida la de la pequeña burguesía. Es precisamente esto lo que ha dado su enorme fuerza al fascismo italiano. Pero hoy, en Alemania, no se trata de la salida de una crisis revolucionaria, sino de su aproximación. Los funcionarios dirigentes del partido, optimistas por su oficio, sacan la conclusión de que el fascismo, llegado «demasiado tarde», está condenado a una derrota rápida e inevitable (Die Rote Fahne) . Esta gente no quiere aprender nada. El fascismo llega «demasiado tarde» si nos referimos a las crisis revolucionarias pasadas. Pero aparece «demasiado pronto» -en el alba- con relación a la nueva crisis revolucionaria. Que haya tenido la posibilidad de ocupar una posición de partida tan fuerte en la víspera de un período revolucionario, y no al final del mismo, no es una debilidad del fascismo, sino una debilidad del comunismo. La pequeña burguesía, por consiguiente, no tiene necesidad de nuevas desilusiones en cuanto a la incapacidad del partido comunista para mejorar su suerte; se basa en la experiencia del pasado, se acuerda de las elecciones del año 1923, de los saltos caprichosos del curso ultraizquierdista de Maslow-Thaelmann, de la impotencia oportunista del mismo Thaelmann, de la bravuconada del «tercer periodo», etc. El fin, y esto es lo esencial, su desconfianza con respecto a la revolución proletaria se nutre de la desconfianza que millones de obreros socialdemócratas experimentan frente al partido comunista. La pequeña burguesía, a pesar incluso de que los acontecimientos la han apartado completamente de la rutina conservadora, no puede ponerse del lado de la revolución social más que si esta última cuenta con la simpatía de la mayoría de los obreros. Esta condición, muy importante, se echa de menos precisamente en Alemania, y no es por azar.

León Trotski, «El giro de la Internacional Comunista y la situación en Alemania», 26 de septiembre de 1930.

Pero el fascismo, también en su versión alemana, no solo es la expresión de una contrarrevolución en marcha a lomos del revolucionarismo de la pequeña burguesía. Tiene un objetivo claro: destruir la base que hace posible la continuidad del movimiento de clase.

Entre la democracia y el fascismo no hay «diferencias de clase». Eso debe significar, evidentemente, que tanto la democracia como el fascismo tienen un carácter burgués. Nosotros no habíamos esperado has enero de 1932 para adivinarlo. Pero la clase dominante no vive en un recipiente cerrado. Mantiene unas relaciones determinadas con las demás clases. En el régimen «democrático» de la sociedad capitalista desarrollada, la burguesía se apoya en primer lugar sobre la clase obrera domesticada por los reformistas. En Inglaterra es donde este sistema encuentra su expresión más acabada, tanto bajo los gobiernos laboristas como bajo los gobiernos conservadores. En el régimen fascista, al menos en un primer estadio, el capital se apoya en la pequeña burguesía para destruir las organizaciones del proletariado. ¡Italia, por ejemplo! ¿Existe diferencia en el «contenido de clase» de los dos regímenes? Si se plantea la pregunta a propósito solamente de la clase dominante, no existe diferencia. Pero si se toma la situación y las relaciones recíprocas entre todas las clases desde el punto de vista del proletariado, la diferencia es muy grande.

A lo largo de varias decenas de años, los obreros han construido (en el interior de la democracia burguesa, utilizándolo todo en la lucha contra ella, sus bastiones, sus bases, sus focos de democracia proletaria: los sindicatos, los partidos, los clubs de formación, las organizaciones deportivas, las cooperativas, etc. El proletariado puede llegar al poder no en el marco formal de la democracia burguesa, sino por la vía revolucionaria: esto está demostrado tanto por la teoría como por la experiencia. Pero es precisamente por esta vía revolucionaria que el proletariado tiene necesidad de bases de apoyo de democracia proletaria en el interior del Estado burgués. El trabajo de la II Internacional se ha reducido a creación de esas bases de apoyo, en la época en que desempeñaba todavía un papel progresista.

El fascismo tiene como función principal y única la de destruir todos los bastiones de la democracia proletaria hasta sus mismos cimientos. ¿Tiene o no eso una «significación de clase» para el proletariado? Que se inclinen sobre este problema los grandes teóricos. Tras haber calificado al régimen de burgués -lo que es indiscutible-, Hirsch, al igual que sus maestros, olvida un detalle: el lugar del proletariado en ese régimen. Sustituyen el proceso histórico por una abstracción sociológica estéril. Pero la lucha de clases se desarrolla en el terreno de la historia y no en la estratosfera de la sociología. El punto de partida de la lucha contra el fascismo no es la abstracción del Estado democrático, sino organizaciones vivas del proletariado, en las que está concentrada toda su experiencia y que preparan el porvenir.

«¿Y ahora? Problemas vitales del proletariado alemán». León Trotski. Enero 1932

Este será el logro y el legado histórico que dejará el fascismo, mano a mano con el stalinismo, expresión política de la contrarrevolución rusa. Y no solo en los países que habían vivido revoluciones y movimientos masivos de clase (Rusia, Alemania, Hungría, Italia, España...).

El fascismo en España y Argentina

La burguesía española, que en los años veinte vivía con fuerza su fusión con la oligarquía latifundista y la burocracia destilada por ésta, sentando las bases del primer capitalismo de estado español, fue seguramente la primera en darse cuenta de la utilidad de la nueva ideología para quebrar un movimiento obrero que la había puesto contra las cuerdas ya en el «Trienio bolchevique» y que, con todas sus debilidades, no podía dar por derrotado sino todo lo contrario. La dictadura del general Primo de Rivera, aupado por la burguesía catalana, que lo tenía por héroe tras su paso por Barcelona, intentará copiar las estructuras partidarias y sindicales del fascismo italiano. El experimento, tutelado abiertamente por los dos pilares de la «tétrica reacción española» (ejército e iglesia católica) no conseguirá convertir a la pequeña burguesía en una fuerza de choque para el estado. La expresión política de la pequeña burguesía española, el republicanismo de izquierda, era demasiado débil y pusilánime todavía, después de un siglo de machaque estatal, como para producir una radicalización creíble, todavía menos de la mano de curas y generales. La dictadura solo encontrará socios atentos en el sindicalismo socialista. Todavía a día de hoy, la estatua de Largo Caballero sigue dando la bienvenida a los «Nuevos Ministerios» construidos por Primo bajo los estándares -arquitectónicos y burocráticos- del racionalismo fascista italiano.

Siete años prolongó su vida la dictadura. No porque contara con un apoyo nacional efectivo, aparte de los cuartos de banderas, las sacristías, los círculos de la nobleza y la gran burguesía, sino porque coincidió con el mejor período financiero mundial después de la guerra 1914-1918. Esto le permitió asociarse la gran burguesía, neutralizar la pequeña y asegurarse la contemporización de la organización obrera más fuerte de España, el Partido Socialista. Ya se ha indicado bajo otro título hasta qué punto éste sirvió de bordón a la dictadura, ofreciéndole consejeros de Estado y asambleístas nacionales. Pero la monarquía estaba condenada. En lo más profundo de las masas se acumulaban enormes energías. La dictadura había aplazado, no evitado la apertura del período revolucionario.

G. Munis. Jalones de Derrota promesa de victoria, 1947

El franquismo en tanto que movimiento político, representó en su relación con los inanes grupúsculos fascistas españoles una actualización del mismo modelo de la dictadura de Primo. A falangistas y nacional-sindicalistas el ejército insurrecto les dio cancha como escuadrones de la muerte y reclutadores de la pequeña burguesía sin ceder el más mínimo espacio en la dirección de la guerra. Fueron adorno y violencia animalesca, fachada útil a los militares para mostrar alineamiento con las potencias del eje y comisarios políticos del estado. Tras la guerra, se les animó a organizar a un proletariado derrotado y masacrado, se les entregaron los sindicatos y la vivienda, se les dio cancha en la «elaboración» ideológica -no sin haberles forzado a fundirse con el último partido feudalizante de Europa, el carlismo- y se les sometió siempre al contrapeso del clericalismo más rancio y la militarización cuartelera del estado. El franquismo había tomado del fascismo afeites y retórica, pistoleros y cuadros, pero nunca se dejó guiar por el «revolucionarismo» pequeño burgués. El fascista español no fue sino un secuaz civil de un régimen militar autoritario, con fuertes raíces en el componente más reaccionario de la burguesía de estado española, un palmero sanguinoliento y aprovechado. Por eso su deriva en los sesenta y setenta, cuando el régimen comenzó a «modernizarse», lo llevó de vuelta a la «socialdemocracia» (Ridruejo) o a la ultraderecha clerical (el «bunker»), pero no al sindicalismo ni el guerrillerismo de izquierda, como estaba pasando con sus equivalentes argentinos en la misma época.

Y es que en Argentina la relación de la burguesía con el fascismo siguió un curso diferente. El golpe de estado de 1930 y la subsiguiente dictadura de Uriburu dejó en evidencia una fractura en el seno de la burguesía argentina:

El sector civilista, democrático, juzgó de conveniencia despedir el radicalismo y no ir más allá. El sector fascista, minoritario, pero más audaz y decidido a virtud de la fuerza de que disponía, juzgó lo opuesto. Y el desenvolvimiento posterior del golpe de Estado se nutre de completo por esta diferencia que había de terminar con el triunfo del sector democrático.

Antonio Gallo. Sobre el movimiento de septiembre, 1932

Una fractura que determinará toda la política argentina hasta el golpe militar de 1943 de cuyo seno emergerá Perón, aupado finalmente en 1945 por los sindicatos tras ejercer como Secretario de Trabajo y Previsión. Perón no intentará vestir una dictadura militar al gusto de la gran burguesía agraria con elementos fascistas, sino que se enfrentará a ésta, dando rienda suelta al elemento «revolucionarista» del nacionalismo pequeñoburgués y, sobre todo, la aspiración estatista de la estructura sindical, convirtiendo la conciliación de clases (la «justicia social» que da nombre al movimiento) y la retórica de la liberación nacional en la base de un estado que ya no tiene por objetivo primordial la contrarrevolución (que había triunfado globalmente) sino la afirmación de un capitalismo de estado -planes quinquenales y utopía planificadora incluída- con sus propios intereses imperialistas.

Fue esta ruptura, continuidad de las aspiraciones del fascismo original, las que hicieron del peronismo de los setenta, en deriva ultraderechista, la matriz de una izquierda burguesa revolucionarista («montoneros») que alimentaría a la «izquierda nacional y popular» del kirchnerismo de los 90 y al hoy famoso «populismo» de Laclau y Mouffe reivindicado por la «izquierda populista» europea.

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