Discriminación

Discriminación

Exclusión o trato diferenciado que sufre una persona por presentar una serie de características arbitrarias, ajenas a aquello de lo que se le excluye o, que no siéndolo, se le atribuyen por asociación con un perfil demográfico tan arbitrario como cualquier otro.

Los incentivos en el origen de la discriminación

A pesar de los cantos a las virtudes de la «libre competencia», el capitalismo nunca ha conocido una competencia como la que se enseña en las asignaturas de economía. Como vemos todos los días en la guerra comercial, las leyes mercantiles, los impuestos… la competencia capitalista es una guerra total que no se da más que parcialmente en el «lenguaje de los precios».

Crear monopolios para chantajear a muerte a millones, imponer ventajas comerciales mediante la fuerza militar, someter a cargas mayores al capital más débil… son el día a día de la competencia entre capitalistas. Hasta el pequeño burgués más mísero sabe que los «buenos márgenes» y los «grandes negocios» nacen de posiciones de fuerza normalmente avaladas por el estado o sustentadas en la propiedad de grandes masas de capital; no de la competencia en precio y calidad, sino de la posibilidad de utilizar el mercado para para imponer exacciones amañadas fuera de él.

Así que por mucho que nos vendan la «igualdad de oportunidades» como la esencia misma del sistema, es el propio sistema el que constantemente recrea los incentivos a la discriminación.

Cuando la izquierda nos dice que hay que enfrentarse y perseguir con toda la fuerza del estado tal o cual discriminación, está tomando el punto de vista del gran capital. A éste, que dirige el capitalismo de estado, lo que le interesa es homogeneizar en la medida de los posible las condiciones de explotación para garantizar la movilidad de los grandes capitales entre sus colocaciones posibles.

Pero el capital en concurrencia, como el gigantesco parásito social que es, no duda en usar cualquier medio a su alcance para sobrevivir y reproducirse. Si hay posibilidad de discriminar, hay posibilidad de aumentar la explotación y con ella, la ganancia.

Es más, muchas veces, desde el punto de vista de los capitales individuales, es la única forma de hacerlo. La tendencia igualadora del gran capital, chocará una y otra vez con las necesidades de la competencia real, sobre todo para la pequeña burguesía, pero también entre grandes capitales. Si una discriminación deja de ser útil, resurgirá otra antigua o aparecerá una nueva.

Para el capital no hay nada esencial en las supuestas «identidades» sobre las que en un momento carga con toda la fuerza de la discriminación, solo perfiles demográficos a los que puede ser útil discriminar. La existencia de cualquier resto o prejuicio precapitalista y de cualquier situación de marginalidad -presos, migrantes irregulares, etc.-, será alentada entoncers y adoptada una y otra vez por los nuevos concurrentes que aspiran a una acumulación acelerada arañando márgenes. Y si no hay prejuicios a mano, se inventarán otros.

Esa es la competencia real. Tan brutal que el propio estado ha de moderarla por su potencialidad subversiva para la propia burguesía y su estado. La discriminación en el capitalismo es sistemática, necesaria y universal. Ni siquiera el estado puede ir mas allá de la persecución de excesos sin eliminar el juego de incentivos de la concurrencia de capitales.

La inculturación de la discriminación

Cuando el ejercicio de una discriminación se ejerce en el tiempo de forma no dañina para el sistema en su conjunto, su justificación ideológica acaba convirtiéndose en parte de la cultura.

Así por ejemplo los valores sociales que condenaban a las mujeres de todas las clases sociales a un lugar subalterno dentro de la clase de cada una de ellas, fueron para el capitalismo, en principio, una herencia. El capitalismo no necesitaba de una división sexual de trabajo, ni está en su lógica establecer un modo de explotación diferenciado y separada de varones y mujeres.

Lo acogió y lo reprodujo sin embargo desde el primer momento como una forma de aumentar de forma directa la explotación de las obreras. La incorporación temporal de un número aun mayor de mujeres a la producción industrial durante las dos grandes guerras imperialistas eliminó buena parte de las restricciones legales que quedaban a las mujeres en los países del centro capitalista, aunque no bastó para cambiar la cultura.

Para que se produzcan cambios en la cultura hasta la condena social de una determinada forma de discriminación hace falta un cambio en las necesidades de la acumulación tal que permee al estado y mueva a este primero a liberar a la acumulación de las trabas que le suponga, materialmente, las estructuras surgidas de una discriminación de carácter general y segundo que le lleve a enfrentar la transformación de la cultura.

La cultura es por definición «nacional» y cuando los valores y prejuicios que dan base cierta discriminación pasan a ser contraproducentes o dañinos para la acumulación, el estado o simplemente, la paz social, el estado intentará «reformar la cultura», «depurarla» o «modernizarla». Se establecerá entonces una cierta contradicción en lo ideológico que irremediablemente generará partidarios y detractores de todas las clases sociales. Verdaderos fuegos de artificio, estos conflictos pueden eternizarse bajo la forma de «guerras culturales», reforzando en torno a sí, la capacidad de encuadramiento del estado.

El ejemplo del machismo español

Si las guerras mundiales no cambiaron de forma permanente el papel de las mujeres en el aparato productivo, si lo hizo una de sus consecuencias: el desarrollo del capitalismo de estado.

Con la proliferación de estructuras burocráticas tanto en el estado como en las empresas en todo el mundo comienza a principios de los años sesenta la incorporación de una generación de mujeres de la pequeña burguesía a la vida asalariada. El desarrollo del sector servicios que acompañó al proceso durante la segunda postguerra -expresión de unos mercados cada vez más insuficientes- y la pérdida de participación de los salarios en la renta nacional producto del desarrollo de la acumulación, extendió el proceso durante los años 70 hasta afectar a la clase trabajadora como un todo.

Las familias se transformaron de familias más o menos extensas en las que trabajaban los varones adultos y solo algunas mujeres para obtener «ingresos complementarios», en «familias nucleares» en las que, para mantener la capacidad de consumo, padre y madre tenían que tener un trabajo a jornada completa.

Veamos un ejemplo en España. Entre 1978 y 2017 la población activa femenina creció en un 177% y la tasa de actividad de las mujeres pasó del 27,75% al 53,13%. En el mismo periodo, la tasa de actividad masculina caía del 74,63% al 65,04%. El grueso de esa transformación del mercado laboral tiene lugar en los ochenta, el periodo en el que la burguesía española emprende su proyecto «modernizador» que incluye la reconversión industrial y la preeminencia de los servicios.

Las mujeres trabajadoras de la época se incorporan pues a una economía que demanda trabajadores cualificados. Las encontrarán en las nuevas promociones de la enseñanza universitaria, donde el cambio había arrancado ya en los 60. Cuando se aprueba la Constitución en 1978 casi el 40% de los estudiantes son mujeres. A mediados de los 80 ya había más mujeres que hombres recibiendo enseñanza superior. Es decir, las mujeres que vivieron en primera persona el cambio estructural del mercado de trabajo en España, las que tuvieron que batallar «de verdad» con jefes machistas y procesos de selección infames, son las que hoy tienen 60 años o más.

El cambio económico fue acompañado de una serie de cambios culturales impelidos por el cambio legal. En 1981, el gobierno Suárez presenta y consigue aprobar la ley del divorcio y en 1985 el de Felipe González la primera ley del aborto. Desde las elecciones municipales de 1979, que produjeron una mayoría de ayuntamientos PSOE-PCE, los centros de «planificación familiar» difunden educación sexual básica y facilitan el acceso a los anticonceptivos a una nueva generación.

Los valores ligados al sexo cambian, se «modernizan» y en general las relaciones personales, familiares y laborales se hacen -no sin roces- más igualitarias en función del sexo de cada cual. Una tendencia que va pareja al colapso de la iglesia católica como referencia y creadora de modelos en la sociedad española. España pasa de casi un 70% de católicos practicantes a un 12%. El cambio en la moral sexual y las costumbres sigue adelante.

Cuando en 2004 el gobierno Zapatero apruebe el matrimonio entre personas del mismo sexo, el 56% de la población será ya partidaria y solo poco más del 20% estará en contra. Por supuesto el machismo seguía, sigue y seguirá mientras las relaciones sociales como un todo se basen en la violencia y la exclusión, pero aquel insoportable y burdo machismo español que había sido hegemónico hasta finales de los 80 se había convertido ya en subcultura de la derecha más recalcitrante, en tic reprochable en los políticos, en argumento de por qué era insoportable la «televisión basura» que despegaba desde la llegada de Berlusconi y su «Tele5».

El cambio cultural, sorprendentemente rápido en términos históricos, generó también sus resistencias y víctimas. Pero es significativo que el primer gobierno en reconocerlo, movilizando a los medios de comunicación afines para establecer el problema y aprobando la primera ley sobre la violencia contra las mujeres fuera el de Aznar en 2001, en año de instauración del euro.

Es decir, el grueso del cambio cultural, la generación que impuso en casa que los hermanos varones limpiaran los platos y no solo las hijas, las que normalizaron para las mujeres las mismas prácticas sexuales y relaciones afectivas que los hombres, las que vivieron el paso en la consideración de la violencia de género de vergüenza íntima a lacra social, es la de las mujeres que hoy tienen más de 45 años. O dicho de otro modo, la generación anterior a la consagración del feminismo como ideología de estado.

El fin del machismo como elemento definitorio y característico de la cultura española tuvo como motor la terciarización de las aplicaciones de capital a partir de los sesenta. Fue acompañado desde el principio por el estado, que proveyó de educación superior a cada vez más mujeres y transformó el aparato legal que consagraba la discriminación a partir de 1978.

Es significativa la ausencia de un movimiento feminista con capacidad de movilización durante todo este proceso. Solo a partir de 2015, una década después de que culminara la transformación socioeconómica, el feminismo aparecerá como forma de encuadramiento político masiva. Lo hará directamente desde el estado o muy apoyado por éste.

Por supuesto re-escribirá la historia social de los 60, 70 y los 80 como si las transformaciones materiales hubieran sido empujadas por una inexistente movilización feminista. El nuevo feminismo, ideología de estado, era en realidad el producto y no la causa ni el motor, de un cambio cultural que ya se había producido y que el estado pasaba a reivindicar como elemento definitorio de la cultura social del país.

La posición de clase contra las discriminaciones

El movimiento del proletariado representa en su propio proceso de constitución como clase la superación de todas las discriminaciones. Aunque no, desde luego, al modo de un movimiento cultural, sino como expresión y resultado del centralismo que precisa para salir adelante.

El proletariado solo puede luchar de una manera efectiva venciendo las divisiones impuestas artificialmente dentro de sí. Incluso al nivel más elemental de su lucha, el de una huelga local, o supera las fracturas impuestas por los distintos sistemas de discriminación por tipo de contrato, edad, raza, sexo, lengua, origen, etc. o la lucha quedará aislada e impotente. Para ir más allá, para convertirse en lucha de clase y una vez planteada como tal, para prosperar, necesitará poner en cuestión todas las opresiones y discriminaciones.

Es importante entender que, en cada fase de la lucha, en cada momento, esta superación es el resultado de una práctica colectiva y de una necesidad de la lucha concreta. La superación de las discriminaciones no es el resultado de una iluminación ideológica que afecta a los individuos uno a uno. Las luchas no son magia pentecostal que genera súbitas y profundas convicciones morales que transforman individualmente a los esclavos en santos iluminados.

Estamos en las antípodas de la famosa consigna puritano-feminista lo personal es político. Lo político, el combate de clase, transforma las relaciones humanas como expresión de una necesidad material. Es cierto que, al hacerlo afirma en los hechos una perspectiva moral. Pero esa perspectiva que no es otra que la de una sociedad no fracturada en clases ni esclava de la escasez manifestándose en la lucha como negación de toda opresión y discriminación. Es decir, el principio general del comunismo como movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual.

El deber de protestar contra la opresión nacional y de combatirla, que corresponde al partido de clase del proletariado, no encuentra su fundamento en ningún «derecho de las naciones» particular, así como tampoco la igualdad política y social de los sexos no emana de ningún «derecho de la mujer» al que hace referencia el movimiento burgués de emancipación de las mujeres.

Estos deberes no pueden deducirse más que de una oposición generalizada al sistema de clases, a todas las formas de desigualdad social y a todo poder de dominación. En una palabra, se deducen del principio fundamental del socialismo.

Rosa Luxemburgo. La cuestión nacional y la autonomía, 1908

Consecuencias en las organizaciones de clase

El centralismo es la expresión organizativa de la idea de unidad de la clase como sujeto político universal. Cuando ésto se lleva a la organización de los trabajadores más esclarecidos, al partido de clase, resulta evidente que la organización que persigue impulsar el desarrollo de la conciencia de clase tiene que centralizar todos los esfuerzos, unir a todos sin diferencias por su origen nacional o religioso, su sexo, su edad o su lengua. Es lo que Rosa Luxemburgo recuerda discutiendo precisamente sobre la organización de la socialdemocracia rusa.

En toda la socialdemocracia se da un espíritu centralista pronunciado. Por haber crecido en el suelo económico del capitalismo, que es centralista por tendencia, y por estar obligada a presentar su batalla en el marco político del gran Estado centralizado burgués, la socialdemocracia es, ya de nacimiento, una enemiga decidida de todo particularismo y todo federalismo. Como quiera que la socialdemocracia tiene que defender los intereses generales del proletariado en cuanto clase en el marco de un Estado concreto, frente a los intereses parciales y de grupo del proletariado, manifiesta la tendencia lógica de fusionar en un solo partido unitario a todos los grupos nacionales, religiosos y profesionales de la clase obrera. (…) El centralismo socialdemócrata tiene que ser de un carácter esencialmente distinto al blanquista; no puede ser otra cosa más que la concentración impetuosa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera frente a sus grupos e individuos aislados, es, por así decirlo, el «autocentralismo» del sector dirigente del proletariado.

Rosa Luxemburgo. Problemas de organización de la socialdemocracia rusa, 1904

Es decir, el partido, la organización de militantes, no puede organizarse como una federación de particularismos, de «intereses parciales», de orígenes religiosos, como si el proletariado fuera la suma de una serie de frentes identitarios, de sujetos en lucha contra distintas opresiones diferenciadas. El centralismo del partido significa afirmar la centralidad de la lucha contra el trabajo asalariado.

La discriminación y el alcance de los grupos especializados

Los debates en el seno de la socialdemocracia rusa que dan lugar al folleto al que pertenece la cita de arriba, son muy ilustrativos de la comprensión del centralismo por los marxistas.

Lenin llevaba en campaña desde 1903 para llevar al Bund, el partido socialista mayoritario en las concentraciones obreras judías del imperio ruso, a la integración plena en el POSDR. En aquella época los judíos dentro del imperio ruso solo podían vivir dentro de un área de confinamiento, legalmente tenían restringidos sus derechos políticos, educativos y económicos y sufrían regularmente «pogroms» azuzados por el propio aparato represivo que liberaba así tensiones sociales.

Con un antisemitismo convertido en ideología de estado, si había unas víctimas arquetípicas de la discriminación y la opresión zarista esos eran los judíos. El Bund reclamaba autonomía dentro del partido en nombre de su identidad diferenciada, basada en esa opresión específica. El partido, con Lenin -y no pocos dirigentes de origen judío- a la cabeza entendía que esa autonomía no debía pasar de la lógica autonomía de un grupo de trabajo especializado en aportar al desarrollo de la conciencia de clase dentro de un sector específico del proletariado: el de lengua yidish. Para los bundistas significaba por contra una «federación» de facto. Los problemas no tardarían en surgir.

La «autonomía» de los Estatutos de 1898 asegura al movimiento obrero judío todo lo que puede necesitar: propaganda y agitación en yiddish, publicaciones y congresos, presentación de reivindicaciones particulares como desarrollo del programa socialdemócrata único común y satisfacción de las necesidades y demandas locales que dimanan de las peculiaridades del modo de vida judío. En todo lo demás es imprescindible la fusión más completa y estrecha con el proletariado ruso, es imprescindible en interés de la lucha de todo el proletariado de Rusia. Y carece de fundamento, por el fondo mismo del asunto, el temor a toda «mayorización» en caso de fusión, pues precisamente la autonomía es una garantía contra la mayorización en las cuestiones particulares del movimiento judío. Pero en las cuestiones relativas a la lucha contra la autocracia, a la lucha contra la burguesía de toda Rusia, debemos actuar como una organización de combate única y centralizada; debemos apoyarnos en todo el proletariado, sin diferencias de idioma ni de nacionalidad, cohesionado por la solución mancomunada y constante de los problemas teóricos y prácticos, tácticos y de organización, en vez de crear organizaciones que marchen aisladamente, cada una por su propio camino; en vez de debilitar las fuerzas de nuestro embate, fraccionándonos en multitud de partidos políticos independientes; en vez de introducir el aislamiento y la separación para curar después con emplastos de la cacareada «federación» la enfermedad que nos inoculamos artificialmente.

Lenin. «¿Necesita el proletariado judío un partido político independiente?», 1903

Aunque en la época no recibieran este nombre, vemos ya todos los ingredientes de los debates con el identitarismo y sus trampas. Al definir a una parte del proletariado como «judío», el resto empieza a ser definido como «gentil» (goyim) o «cristiano» e insinuarse que es «partícipe a título lucrativo» de la discriminación ajena. Lenin responde airadamente en una nota:

A «organizar la impotencia» sirve el Bund cuando emplea, por ejemplo, esta expresión: nuestros camaradas de las «organizaciones obreras cristianas». Esto es algo tan absurdo como toda la diatriba contra el Comité de Ekaterisnoslav. No conocemos ninguna organización obrera «cristiana». Las organizaciones pertenecientes al Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia nunca han hecho distinción alguna entre sus miembros según su religión, jamás les han preguntado por ésta ni lo harán jamás. ni siquiera cuando el Bund en realidad, «se constituya en partido político independiente».

Lenin. «¿Necesita el proletariado judío un partido político independiente?», 1903

El peligro de este tipo de trampas retóricas, que en realidad solo buscan fraccionar a la clase para consolidar una pequeña burocracia sectorial aprovechando el hartazgo ante una discriminación aberrante, estuvo bien presente desde los primeros momentos de la IIIª Internacional. No solo es que el movimiento de mujeres, jóvenes o cooperativistas comunistas limitara su actividad a la propaganda específica, es que organizativamente no estaba *junto* a la Internacional y sus partidos, sino *dentro* de ellos, como grupos sectoriales.

No hay más que un sólo movimiento, una sola organización de mujeres comunistas -antes socialistas- en el seno del partido comunista junto a los hombres comunistas. Los fines de los hombres comunistas son nuestros fines, nuestras tareas.

Clara Zetkin

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