Tragedia de los comunes

Tragedia de los comunes

Argumento neo-malthusiano para arguir el supuesto carácter insostenible de la propiedad comunal y de modo general de la organización no mercantil de la producción.

La «tragedia de los comunes», más correctamente, «tragedia del comunal» o «de los bienes comunales», es un argumento desarrollado por Garrett Hardin, uno de los neo-malthusianos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. No se trataba de un economista, sino de un ecólogo, y es a partir de esta disciplina y su profundo amor por Malthus que publicó el famoso artículo «La tragedia de los comunes» en la revista Science:

La tragedia de los bienes comunales [«commons»] se desarrolla de la siguiente manera. Imagine un prado abierto a todos. Se prevé que cada pastor intentará mantener el máximo de vacas posible en el prado común. Un plan así pudo funcionar razonablemente bien porque las guerras tribales, caza furtiva y la enfermedad mantenían la población de animales y personas bien por debajo de la capacidad de carga de la tierra. […] Al final llega el día cuando la paz social se vuelve realidad. […] Llegados a este punto, la lógica inherente de los bienes comunales [«commons» en inglés] causa una tragedia.

Como ser racional, cada pastor busca maximizar su ganancia. […] El pastor racional concluye que la única estrategia racional que puede seguir es añadir otro animal al rebaño. Y otro; y otro… Pero esta es la conclusión alcanzada por cada pastor racional compartiendo un prado comunal. Aquí yace la tragedia. Cada hombre está atrapado en un sistema que le empuja a aumentar su rebaño sin límite… en un mundo limitado.

«The Tragedy of the Commons», Garrett Hardin, 1968

Se trata de uno de los argumentos más usados por el ecologismo hoy en día. Siguiendo la pura «racionalidad económica», los seres humanos serían incapaces de explotar en común los recursos del planeta sin actuar como una especie depredadora que acaba con todo como una plaga de langostas. La tragedia de los bienes comunales aparece en incontables libros de ecología y ha influido muchas discusiones económicas y políticas, pero como era de esperar, un mero repaso al registro histórico y social de la humanidad basta para rechazar tales afirmaciones.

Esa fue la crítica que en 2009 le valió un Nobel a Elinor Ostrom. Sin embargo, aunque la falsedad histórica del supuesto dilema era claramente demostrable, las soluciones propuestas no superaban el horizonte capitalista ni de lejos. Para conseguir cuadrar el círculo de una gestión de los bienes comunales tradicional sin superar la misma economía capitalista que los había destruido, Ostrom y su escuela sólo podían sugerir pesados aparatos burocráticos. Todo ello con una salsa de intercambios comerciales con cláusulas por contaminación, así como mecanismos impositivos y financieros varios contra el cambio climático.

La realidad de los bienes comunales

En las sociedades agrarias de todo el mundo han existido durante siglos e incluso milenios mecanismos locales para impedir la sobreexplotación y para repartir las tierras y recursos comunes entre la colectividad. El mundo campesino siempre fue extremadamente variable en términos de propiedad y mecanismos, incluso entre provincias cercanas. En las tierras que fueron recientemente conquistadas en bloque, generalmente se encuentran latifundios y colonos, ya sean en el sur de Europa, en Sudamérica o en África oriental.

Sin embargo, en las tierras cultivadas establemente (aún teniendo en cuenta las migraciones) durante siglos por todo el mundo se encuentra generalmente un mecanismo local muy parecido, el del cultivo de las tierras por la comunidad con redistribución cíclica de los terrenos cultivables. El modelo se puede encontrar en la India del siglo XIX:

Las áreas a cultivar eran distribuidas al azar […] Si la tierra a distribuir era variable en cualidad, las autoridades del clan prepararían un número de círculos o series, consistiendo en tierras buenas, regulares o malas, o distinguibles de algún otro modo. Entonces los grupos de cultivadores tenían que tomar sus tierras equilibradamente en cada grupo de calidad. […] Pero en todo caso, incluso teniendo en cuenta la clasificación del suelo, la desigualdad en las propiedades no podía ser excluida, por lo que un sistema periódico de intercambio o redistribución se practicó durante un largo período.

El principio de tierras explotadas en común y combinadas con parcelas asignadas al azar y redistribuidas cíclicamente entre los diferentes miembros de la comunidad también se podía encontrar en la Escocia del XIX y gran parte de Europa antes de los grandes cercados de campos:

En vez de que cada arrendatario posea una casa en una granja distinta, un grupo de pequeñas chozas están apretadas juntas en una Township, como en un pueblo rústico. En esta residen arrendatarios y pequeños campesinos. La tierra alrededor del pueblo les pertenece a todos en común. Los prados son el campo común donde pacen todas sus vacas. La tierra arable a veces es cultivada y cosechada en común también, dividiendo los resultados de la cosecha entre ellos.

Esta es una de las más antiguas costumbres de nuestro país. Es una reliquia de la edad pastoral, o sistema feudal. Pero es ruinoso para el interés del terrateniente, el arrendatario y el público, según nuestra agricultura ilustrada de hoy en día. Donde las tierras no son la propiedad de Townships, lo son generalmente de Run-rigs.

Este modo de ocupar la tierra originó de la misma fuente. Es el resultado natural de la Township, y sin duda fue creado como una mejora del plan anterior. En lugar de que la tierra arable sea poseída, cultivada y cosechada en común, cada individuo tiene una parcela asignada. A veces, en lugar de una, tiene dos o más, especialmente si la tierra arable es de calidad desigual. En este caso los campesinos tienen una parcela en la mejor y otra en la peor parte.

En la era feudal, este tipo de propiedad prevalecía sobre Bretaña y quizás sobre Europa entera. César menciona que era la práctica tradicional entre los Galos.

«General report of the agricultural state of Scotland», Sir John Sinclair, 1816

Los ejemplos decimonónicos podrían dar la impresión de que estos sistemas desaparecieron por alguna «fuerza» inexorable, pero este tipo de sistema de redistribución no sólo se mantiene si no es activamente destruido, sino que reaparece en los campos cuando la dominación estatal se debilita o desaparece. Así ocurrió en Japón del siglo XVIII, cuando el debilitamiento del poder central permitió la reaparición de los Iriaichi (入会地), las tierras comunes cuya explotación se asignaba por lotes al azar y reasignaba regularmente. Algo parecido ocurre hoy en el sur de India, donde la debilidad del estado permite la existencia de pueblos con consejos electos que deciden la redistribución periódica de las tierras y mantenimiento común de los regadíos.

Sin embargo, si algo caracteriza al campo es su heterogeneidad. Los pueblos en India con consejos electos se encuentran rodeados de pueblos con pequeña propiedad privada sin rotaciones ni comunal. La escala local de las instituciones las hace inconexas y frágiles ante los ataques de una clase dominante.

En Francia, aunque los señores feudales permitían la existencia de «comunidades» campesinas más o menos independientes y hasta muy tarde no se dedicaron a expropiarlas, algo distinto ocurría con la burguesía medieval. Las ciudades comerciales causaban un gran efecto en el campo que las rodeaba, los comerciantes compraban y expropiaban los campos circundantes para hacer pastar ganado. Este ganado servía no sólo para alimentar a la ciudad, servía sobre todo para proveer a la manufactura local con la lana para la principal industria de lujo del medievo, la pañería. Esto ponía en conflicto directo a los campesinos con los burgueses de las ciudades.

Los campesinos franceses tenían un ingenioso sistema para mantener sus campos en común: Los pequeños terrenos (generalmente la extensión rectangular que podía labrarse en un día con un arado tirado por bueyes) que se redistribuían entre los campesinos de la comunidad estaban entremezclados entre ellos y se cultivaban en común.

Estos se cultivaban en la serie trigo de verano, trigo de invierno y barbecho (tierra sin cultivar) con una etapa por año y se repartían de modo que había campos en cada etapa en un año dado. El barbecho se mantenía para restaurar los nutrientes del suelo con el trabajo de las malas hierbas y los excrementos del rebaño común. No se restringía el acceso al rebaño común a ningún campo no cultivado, fertilizando con ello los campos de todos y asegurando que los animales de todos tenían suficiente comida. Nadie tenía incentivo alguno para aumentar el número de sus animales y entrar en conflicto con el resto de comunidad para vender en un mercado inexistente lejos de las ciudades.

Con el auge de la manufactura pañera, los burgueses empiezan a comprar y cercar los campos colindantes con las ciudades Normandas a partir del siglo XIV para hacer pacer rebaños cada vez mayores de ovejas. La situación es mucho peor en Provenza, donde las grandes trashumancias se aprovechan de los campos abiertos de los campesinos para pacer (con el permiso de los grandes señores) a lo largo de su recorrido. Son los estragos de la trashumancia los que obligaron a los campesinos provenzales a cercar sus campos para defenderlos de los ataques de las ovejas que propulsaban el comercio de las ciudades.

Ni los prados comunes ni las tierras en barbecho estaban seguras. Sin embargo, la inmensa mayoría de la población de Francia seguía viviendo en el campo y manteniendo campos y propiedades en común, como indican los textos de la época de Luis XIV:

Cada poseedor de una parcela englobada en un «barrio» de parcelas igualmente orientadas cultiva -y no puede ser de otro modo- en las mismas fechas que sus vecinos, y practica el mismo ciclo de rotación. Cuando el campo estaba en barbecho o lleno de rastrojos, se abría – y aún es así hoy en día [1931]- a todo el ganado del pueblo sin distinción, como decía el jurisconsulto Laurière bajo Luís XIV: «cuando la cosecha ha sido recogida, la tierra, por una especie de derecho de la gente, se vuelve común a todos los hombres, sean ricos o pobres».

«Les caractères originaux de l’histoire rurale française», Marc Bloch, 1931

La situación fue mucho peor en Flandes, donde el cercado de campos alrededor de las ciudades comerciales fue mucho más extenso y los campesinos se vieron muchas veces reducidos a participar en la industria textil doméstica para abastecer a las ciudades. Y es de aquí a finales del siglo XVII de donde saldrá una de las principales fuentes de lo que más tarde se desarrollará como la ideología capitalista.

El origen malthusiano de la «tragedia de los comunes»

No es casualidad que Hardin usara como inspiración el ensayo de un economista inglés publicado en 1833, en plena campaña ideológica para acabar de expulsar a los campesinos del campo y hacer pasar las nuevas «Poor Laws» metiendo por la fuerza al nuevo proletariado británico en la manufactura.

Después del choque económico causado por la entrada de cantidades ingentes de metales preciosos de América, la inflación de precios causó una bajada en los ingresos de la nobleza, porque las rentas a pagar por parte del campesinado estaban establecidas por tratado y no por el mercado. Muchos aristócratas y no pocos burgueses empezaron a dedicarse a la mejora agrícola y adquisición de campos a partir del siglo XVII.

Los primeros tratados de agricultura salieron de las grandes ciudades comerciantes, primero de Venecia y luego de Flandes para luego extenderse desde Inglaterra hasta Francia. Los señores iniciaron mercados de alquileres para incrementar la productividad de sus arrendatarios y se aplicaron los descubrimientos de la nueva ciencia. Era posible aumentar la productividad de las parcelas haciendo rotaciones con tréboles (leguminosa que fija nitrógeno) y nabos, que podían venderse además en el mercado naciente como forraje para obtener dinero.

Los nuevos cultivos rompían el ciclo de la agricultura comunitaria. Ya no había campos en barbecho, sino que había que cercar los campos para que los rebaños comunales no se comiesen el forraje de los campos. En el XVIII, el nuevo movimiento de los fisiócratas en Francia haría el máximo de proselitismo para que los curas de cada parroquia rural anunciasen las bondades de la mejora agrícola y el cercado. Pero las inversiones para adquirir más hectáreas y emplear braceros no salían gratis, por lo que los fisiócratas impulsaron el endeudamiento de buena parte del campo. Todo esto mientras fisiócratas y economistas ingleses intentaban unificar el mercado nacional para permitir la circulación y acumulación del capital a nivel nacional.

Sin embargo, aún quedaban campesinos arrendatarios que defendían y usaban las tierras comunales, como bien indica el texto de arriba sobre los «run-rigs» en 1816. La ola de expulsión final del campo en Gran Bretaña concuerda no por casualidad con el triunfo definitivo de la «Economía política» (= teoría económica). Para conseguir pagar sus deudas y rentas, gran parte del campo había pasado al monocultivo de trigo. Debido a ello, las malas cosechas y la volatilidad de precios durante las guerras napoleónicas arruinaron a millones de pequeños productores que se vieron obligados a vender sus campos a los grandes propietarios. Algo similar pasaría en el sur de Francia más tarde, cuando el monocultivo de viñedos fue arrasado por la filoxera.

Pero los economistas malthusianos tenían planes, grandes planes. Finalmente consiguieron la abolición de las ayudas al campesinado en 1834 para, abiertamente, proveer de fuerza de trabajo circulante a la industria. Todo en nombre de reducir la fricción y mejorar el funcionamiento de la «gran máquina social»:

La teoría pura nos inculca la tendencia natural y necesaria hacía un ajuste justo [de los precios], ignora las dificultades intermedias fuera de cuestión, como las fricciones un problema mecánico; y justamente condena la locura de intentar rectificar la desigualdad por la ley. Pero las leyes, aunque no puedan rectificar el problema, pueden empeorarlo. Esas mismas fricciones pueden ser resueltas con esmero y arte. […] Por lo tanto el trabajo de un obrero manufacturero es un bien transmisible comparado con el de un campesino. La competencia instruye al propietario sobre su valor y circula libremente por aquellos distritos por el cual se le necesita.

Edward Copleston, 1819

Aunque la burguesía, después de su victoria, pasaría a pretender que la tendencia a la privatización y sobreexplotación era parte de la naturaleza humana, lo que se estaba naturalizando era una victoria aplastante de la clase dominante sobre los explotados.

La tragedia de los comunes, la «naturaleza humana» y el capitalismo

Lo que la moral burguesa llama pretenciosamente «Naturaleza humana» no es otra cosa que la racionalidad capitalista. En la realidad, el problema de la burguesía no era que los pastores o los agricultores sobre-explotaran el comunal y el sistema entero colapsara, sino lo contrario: el sistema era demasiado estable como para permitir que la mercantilización avanzara.

Los campesinos no tenían ni ganas ni necesidad de convertirse en jornaleros, braceros ni obreros industriales. Y sin absorber su trabajo bajo la dirección del capital era imposible redoblar la productividad rural incrementando la explotación en términos absolutos. Sin alimentos baratos, convertir a los propios campesinos en obreros industriales haría la estructura de costes inviable a la nueva manufactura.

Cuando la burguesía consigue destruir las comunidades de tierras en cuantía suficiente como para forzar este doble movimiento de sobre-explotación campesina y migración masiva, necesita romper además las protecciones estatales contra el hambre... porque hasta vivir de la escasa beneficencia pública era más atractivo que convertirse en proletario industrial. La burguesía necesita entonces argumentar una nueva moral que afirme que el hambre y la miseria que estaba provocando eran en realidad «incentivos» para el progreso, poniendo al mismo tiempo la responsabilidad sobre los hombros del trabajador. Thomas Malthus y Jeremy Bentham serán los teóricos de esa nueva moral capitalista que afirma un nuevo tipo de «racionalidad» y con ella una nueva «Naturaleza humana».

Cuando casi siglo y medio después Hardin busque argumentos contra la propiedad comunal, solo tendrá que dar por hecho que la «Naturaleza humana» siempre ha sido la racionalidad capitalista para demostrar... que la realidad histórica era «imposible». Esa es toda la jugada debajo de la «tragedia de los comunes». Y lo que es peor, también bajo la crítica de Ostrom que, incapaz de pensar el comunal en otro marco de relaciones sociales, intenta acompasar las instituciones históricas de la producción comunal con el capitalismo que las destruyó, a base de justificar burocracias, expertos y complejos sistemas que requerirían una capa gestora especializada.

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