Individualismo

Individualismo

Individualismo: ideología que afirma que las personas, tomadas una a una, tienen un amplio grado de soberanía que les permite determinar su propio futuro y dar forma a su realidad social a través de la relación con los demás individuos. El individuo sería por tanto el responsable último de su situación social y la sociedad se explicaría como resultado de la agregación de comportamientos individuales, no de las contradicciones entre clases sociales

El origen del individualismo

Cristianismo e individualismo

Aunque tomemos la definición más complaciente de individualismo, no hay nada natural en la concepción de que las personas, tomadas una a una, tengan un amplio espacio de soberanía que les permita determinar su propio futuro y dar forma a la realidad social. No hay nada evidente tampoco en que la sociedad sea el resultado de las interacciones, disputas y acuerdos de distintos tipos entre individuos. Y, de hecho, la idea de individuo es bastante reciente en términos históricos.

El origen remoto del individualismo está en el ámbito religioso. Durante siglos el único gran monoteísmo de la época, el judaísmo, careció de un dios personal. Dios se relacionaba con el pueblo de Israel, no con los judíos uno a uno. Su comunicación con el pueblo se producía a través de personajes especializados con un don particular, los profetas. Tener un destino trazado por la divinidad era una característica de los israelíes como un todo frente al resto de los pueblos. Individualismo, ninguno.

Por eso era el pueblo elegido, no una colección de elegidos. Que el favor particular de un dios tribal que acaba afirmándose como único dios real, implicara ciertas oportunidades y responsabilidades para sus jefes y reyes, no negaba sino que reafirmaba la naturaleza colectiva de esa relación.

Sin embargo, la expansión física del judaismo por el imperio romano y la lógica de su proselitismo empezaron a ser cada vez más contradictorias con la idea de un dios tribal. ¿Cómo redefinir al pueblo elegido cuando una proporción creciente de los fieles provenía de otros grupos y vivía en otros reinos?

La superación de esa contradicción será el centro de las reflexiones de las corrientes judeo-helenísticas (Filón de Alejandría) pero marcarán sobre todo a una secta al mismo tiempo irracionalista y universalista posterior en unas décadas: el cristianismo. La respuesta final, la de San Pablo, será convertir al pueblo elegido por Yahveh en el pueblo formado por los que eligieron a Yahveh.

La relación personal de los miembros con la divinidad pasa a estar en primer plano. Es tan importante que hace innecesarios los rituales de pertenencia al pueblo de Israel como la circuncisión. En adelante no se es parte del pueblo de Dios por haber nacido judío. Se es parte del pueblo de los que eligieron porque elige uno mismo. Lo que define el cristianismo es la relación de cada cristiano con dios. El creyente se convierte en un individuo en relación a dios y el pueblo en comunidad de fe unida místicamente entre sí por la comunión de cada uno con el Cristo.

El cristianismo es además, en su primer siglo, una religión apocalíptica. El pueblo de dios vive en la espera inmediata y permanente de una segunda venida. Ante la inminencia, las divisiones sociales y de clases se difuminan. Todos los creyentes son iguales a ojos de dios y esa igualdad, nacida de la devaluación de todo lo material y social a las puertas del fin del mundo, permite una fraternidad de hermanos en Cristo.

Es decir, la comunidad cristiana primitiva no es una comunidad en el sentido estricto, no es un todo concreto, no es un conjunto de relaciones interpersonales que hace cosas en común y da forma a la vida de sus miembros. La Cristiandad, por el contrario, es el cuerpo místico de Cristo, la agregación de las relaciones individuales creyente-dios. Esta es la espina dorsal de la primera concepción teórica del individualismo... y el molde en el que el individualismo capitalista, siglos después, tomará forma como núcleo de la ideología burguesa.

Pero todo esto apenas tiene consecuencias en el cristianismo como ideología social del nuevo modo de producción que entonces está cuajando: el feudalismo. Conforme pasen los años y con ellos la furia escatológica, lo institucional, la iglesia -material, jerárquica- irá tomando el lugar central en el cristianismo.

El pueblo de dios, la Cristiandad, se definirá cada vez más como beneficiario colectivo de la mediación de la Iglesia. El siervo feudal, pero también el noble y el eclesiástico, estarán muy lejos de tener una concepción individualista de sí mismos o de promover el individualismo como ideología.

El individuo sobrevivirá tan solo en la argumentación teológica -un producto de consumo interno de las élites eclesiásticas- y en las formas más místicas y sectarias, consideradas heréticas, de los márgenes del cristianismo. La mayor parte de estas habían sido contundentemente perseguidas desde la conversión del cristianismo en religión de estado y nos quedan pocos restos de su existencia.

Pero no todas desaparecerán. Una de ellas de hecho será reencauzada por la propia iglesia hasta ser convertida en un pilar del feudalismo europeo, un mundo paralelo y separado en el que vivirá el individuo para dios y que, inesperadamente, será la incubadora de algunas de las prácticas y bases ideológicas que luego usará la burguesía en su ascenso.

El individualismo monacal

El monacato nace a partir del siglo II como un intento de reconducción del movimiento eremítico. Los eremitas, en esa exaltación de la relación personal del cristiano con su dios, abandonarán la comunidad material para retirarse a los páramos y los desiertos. Algunos, los estilitas, acabarán incluso en lo alto de las columnas de los templos clásicos destruidos por el fanatismo cristiano. El objetivo de tamaña soledad será centrarse en el cultivo de su relación con la divinidad sin distracciones.

Porque para el cristiano radical la sociedad no es más que una distracción, una prueba o un sacrificio que le separan de la única relación en la que es individuo por sí mismo, la única que se orienta al futuro y puede dar sentido a su vida. La vida del eremita es el individualismo en dios.

Desde el principio el eremitismo será un problema tanto para la iglesia como para los propios eremitas. Para la iglesia no era nada cómodo tener una nube de místicos más o menos ambulantes y sin control ideológico estricto, recibiendo el tratamiento de santos por no pocos de sus fieles y predicando inconveniencias proféticas con demasiada frecuencia. Eso cuando no eran meros locos o bandidos. Para los eremitas, en cambio, la soledad podría ser muy deseada pero el apartamiento extremo en zonas agrestes tendía a exigir un esfuerzo más que notable para conseguir las provisiones básicas vitales y venía acompañado de un peligro permanente de asaltos.

La solución, que aparecerá pronto, será la construcción de eremitorios y monasterios. Lo interesante es que el monasterio será solamente una comunidad en los términos de la teología cristiana, es decir, no será una comunidad en absoluto. El objetivo del monasterio no es otro que crear las condiciones para que el individualismo del eremita puede ser vivido por muchos en un único espacio.

Su mismo nombre monasterio, del griego monajós (solitario, único), revela que el objetivo de las comunidades monásticas es proveer y organizar la soledad, el aislamiento del individuo en su relación a dios. La comunidad monástica es un grupo de individuos unidos no por sus relaciones o un hacer colectivo, sino por la superposión de acciones individuales que solo cobran sentido en la relación de cada uno con dios. La sociedad cristiana que se proyecta bajo el ideal monástico no es una sociedad, es una masa de individuos ligadas por una relación centralizadora.

Para el desarrollo de este principio antisocial que es el fundamento del individualismo, el tiempo mismo se separó de la Naturaleza. Conforme avancen las reglas, desde las visigodas a las de San Isidoro o las célticas y de estas a la de san Benito, más regulado estará el tiempo monástico. La alienación de la vida humana respecto a la Naturaleza ensaya en el monasterio medieval un nivel completamente nuevo: la separación radical del tiempo humano tanto de la hora solar como de las estaciones.

Está prefigurándose el tiempo fabril, marcado por turnos y horas arbitrarias en vez de por la luz del sol o el ciclo de las cosechas. No es casualidad que los primeros relojes mecánicos, tan importantes para el nacimiento de la moral capitalista y la normalización del individualismo, se desarrollaran en monasterios. Y es que precisamente porque el individualismo es una forma de negar la sociedad a las personas que viven en ella, no puede afirmarse sin negar también a la Naturaleza de la que la sociedad humana es una parte.

La regla de san Benito hace independiente las horas del monje de las del sol; hace el tiempo que dedica al trabajo independiente de las necesidades de su comunidad; y le enseña que su verdadera realización no existe en su actividad productiva y colectiva sino en el aislamiento contemplativo que realiza junto a los otros monjes y al mismo tiempo, pero no con ellos, porque en realidad es su tiempo a solas con dios.

Individuo y tiempo bajo el capitalismo

Cuna del individuo y el individualismo, el monasterio será la primera maqueta, el primer esbozo del gran autómata social que la burguesía tomará como forma ideal -antítesis en realidad- de la sociedad humana. Porque, si lo pensamos, la vida bajo el capitalismo no es tan diferente de la vida bajo la regla. Vivimos en un tiempo abstracto -esto es arbitrario y abstraído del tiempo natural-, centrado en producir de acuerdo con un sistema cuyo objetivo no es la satisfacción de las necesidades humanas.

Y para la inmensa mayoría el trabajo -reducido a trabajo asalariado- se concibe como un mero instrumento, como una forma de ganar medios y tiempo para realizarnos, es decir, para desarrollar nuestra individualidad y ser nosotros mismos, generalmente consumiendo en soledad algo que nos traslada a otro lado, nos trasciende, es decir, nos aliena y aísla aun más. El individualismo está en el núcleo mismo de la religión burguesa.

Todo el armazón ideológico del sistema se basa en que los intercambios voluntarios son libres y que, por definición, cuando dos personas intercambian algo, ese intercambio se da entre iguales en valor. Abstraido de todos los condicionantes de las personas reales, el individuo abstracto que intercambia su fuerza de trabajo lo hace libremente.

Es más, si dejamos al mercado equilibrarse mediante la competencia, recibirá un salario igual a su valor, un salario justo. Y así las cosas, la riqueza se crearía mágicamente, simplemente por la sucesión de los ciclos de intercambio. Cuanto más rápidos sean estos ciclos, nos dicen cada día, más riqueza se creará. ¿Quién crea la riqueza? Aquellos que disponen de capital y lo utilizan para comprar fuerza de trabajo con el objetivo de vender luego su producto, porque cuantos más intercambios y productos haya más dinamismo tendrá la circulación de mercancías.

En el relato de esta mitología, se invisibiliza la razón de que la mayor parte de la sociedad, el proletariado, solo pueda intercambiar en el mercado su fuerza de trabajo. No nos va a contar tampoco que para que existiera una clase así tuvo que ser desposeida de medios de producción la mayor parte de la sociedad. Pero el objetivo está conseguido, gracias a esa abstracción llamada *individuo*, desaparece del relato completamente que el crecimiento de la riqueza no es otra cosa que incremento del trabajo impago. El individualismo, el concepto mismo de individuo es el cimiento del argumento que permite negar la explotación.

La necesidad para el capitalismo de la promoción del individualismo

Por eso el sistema quiere no solo que aceptemos la existencia del individuo, sino que nos consideremos a nosotros mismos individuos y aceptemos el individualismo como la forma natural de comportamiento humano.

Cambiemos al dios monacal por la economía -es decir por la acumulación- y veremos lo que en realidad significa el individualismo. El individuo es la forma perfecta para la trituradora. Igual que el monje medieval convertía en culpa los desastres que no entendía por qué su dios permitía y acababa pensando que sus propios pecados eran el origen de todos los males, nos haremos responsables de los desastres que el sistema produce: desde el destrozo medioambiental a la rapiña de siglos pasados, desde las infinitas formas de discriminación que crea y recrea continuamente hasta nuestro propio desempleo.

Es más, seremos tan incapaces como él de ser parte de lo realmente comunitario y colectivo, renunciando así tanto a poder resistir como a poder transformar nada. Como al monje, nos será inimaginable que el trabajo no sea una maldición y que las necesidades humanas universales y concretas puedan anteponerse a las abstracciones. Y nuestra propia vida se convertirá, como la suya, en individualismo: la experiencia de ser individuo, un tránsito sin sentido hacia la nada.

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