Feminismo

Feminismo

Ideología que defiende la existencia de un sujeto histórico y político interclasista, «las mujeres», que trasciende a las clases sociales con intereses propios, diferenciados y por encima de la lucha de clases.

Origen e historia del feminismo

El feminismo nace como corriente política organizada de la evolución de los círculos abolicionistas británicos herederos de puritanismo de la época cromwelliana. Su primera expresión política, el «sufragismo», defenderá la extensión del derecho de voto a las mujeres de las clases propietarias, reivindicación que obtendrá finalmente del gobierno británico tras su entusiasta participación en el reclutamiento y el esfuerzo bélico durante la Primera guerra imperialista mundial.

Convertido en irrelevante por la oleada revolucionaria mundial, el feminismo volverá en plena contrarrevolución en EEUU. Lejos de romper su vinculación con el imperialismo, fundará su relato en la incorporación de las mujeres al esfuerzo de guerra y su participación en la industria militar estadounidense durante la matanza. Su icono más utilizado todavía hoy no deja de ser un cartel de propaganda bélica cuyo objetivo era el reclutamiento de mujeres obreras en la industria de guerra.

Coincidiendo con el desfonde de la oleada de luchas obreras que se superpone y señala el fin de la reconstrucción bélica (1962-89), el feminismo muta. La nueva evolución (autodenominada «tercera ola») se alimenta de las batallas de poder de la pequeña burguesía en las universidades norteamericanas. Allí, ya en los ochenta, el posmodernismo y el relativismo han comenzado a hacerse hegemónicos, convertidos en herramienta para el cambio generacional en los grupos de poder universitario.

El ascenso a la élite universitaria y la burguesía corporativa de elementos provenientes de la pequeña burguesía negra, amenaza con relegar el feminismo a un único nicho forzosamente compartido. La teoría muta entonces, recogiendo los elementos más relativistas y subjetivistas del posmodernismo, para impulsar una fractalización (el discurso de las «transversalidades») que convierte al feminismo en una ideología de la categorización y afirmación de «identidades»... cada una con su cuota asegurada por la existencia de una «perspectiva» propia e igualmente opuesta a la perspectiva del «varón blanco heterosexual».

El resultado se torna aun más agresivamente divisivo en relación con una clase obrera que a muchos parece ya «muerta» o «desaparecida». La clase obrera se identifica con el «varón blanco sin estudios» y se denigra rutinariamente como arquetipo del «privilegio» y la reacción «feminicida» y «patriarcal».

En su llegada a Europa y extensión por América, el discurso de «las identidades» ligado al feminismo se convertirá, ligeramente suavizado, en ideología de estado generando una burocracia y un cuerpo técnico especializado en «la igualdad de género» y alimentando estrategias divisivas organizadas por el propio estado como la «huelga feminista» española de 2018 o la propuesta de convenios y contratos laborales diferenciados para cada sexo.

El marxismo contra el feminismo

Vinculado desde sus primeras manifestaciones a la pequeña burguesía, el feminismo aplicará al sujeto político que define, «las mujeres», la lógica política interclasista y nacionalista del concepto de «pueblo». En su batalla para hacer un hueco en las direcciones de las empresas y el gobierno a las mujeres de la pequeña burguesía y las clases altas, las sufragistas trataron pronto de ganar a las organizaciones mujeres trabajadoras, mucho mayores en número y sobre todo mucho más organizadas.

Las feministas proponían un frente interclasista de «mujeres» cuyo objetivo sería conseguir diputadas burguesas dentro del sistema censitario. Prometían representar el «interés común en tanto que mujeres» que supuestamente unía a las trabajadoras con aquellas burguesas del liberalismo radical inglés.

La izquierda de la II Internacional, con Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin a la cabeza se opuso radicalmente ofreciendo una potente batalla ideológica entre 1887 y 1917. Un año antes de la formación del primer grupo sufragista en Inglaterra, Zetkin había presentado en Gotha, el verdadero congreso fundacional del partido socialista alemán un informe sobre «La cuestión de la mujer y las tareas de la socialdemocracia» aprobado unánimemente.

Desde entonces los socialistas alemanes se habían dedicado a organizar y formar a miles de mujeres de clase trabajadora, impulsado movilizaciones por el sufragio universal para ambos sexos. A parir del Congreso de Stuttgart de la Internacional, la izquierda, con Zetkin y Luxemburgo a la cabeza, dan la batalla a nivel global. No contra un supuesto machismo de la dirección, sino contra las cesiones al feminismo de algunos partidos como el belga, que había aprobado en su congreso apoyar la ampliación del sufragio censitario a las mujeres de clases altas.

El Congreso de la II Internacional celebrado en Stuttgart comprometió a los partidos socialdemócratas de todos los países a iniciar la lucha por el sufragio universal femenino como parte esencial e irrenunciable de la lucha general del proletariado por el derecho de voto y por el poder, en neta contraposición con las aspiraciones feministas.

Clara Zetkin

La batalla ideológica se va haciendo cada vez más intensa con los años. Rosa Luxemburgo comparte en su correspondencia su rechazo íntimo al argumentario «moral y espiritual» del feminismo y las invocaciones al «desarrollo de la propia personalidad» cuando lo que estaban en realidad reivindicando las feministas era la igualdad entre hombres y mujeres de las capas en el poder dentro de ese poder.

Tiene claro que «la mujer» no es un sujeto histórico por encima o al margen de las clases sociales y por eso le produce un rechazo profundo la reivindicación de un supuesto «derecho de las mujeres» que beneficiaría a las trabajadoras al margen de la evolución del movimiento de los trabajadores en general y la lucha contra el capitalismo. Para Luxemburgo, las feministas intentan convertir el rechazo del proletariado a la opresión de la mujer en una forma de desviar la lucha y consolidar un sistema que entonces acababa su fase históricamente progresista, del mismo modo que hacía el nacionalismo manipulando la resistencia a la opresión cultural-nacional:

El deber de protestar contra la opresión nacional y de combatirla, que corresponde al partido de clase del proletariado, no encuentra su fundamento en ningún «derecho de las naciones» particular, así como tampoco la igualdad política y social de los sexos no emana de ningún «derecho de la mujer» al que hace referencia el movimiento burgués de emancipación de las mujeres. Estos deberes no pueden deducirse más que de una oposición generalizada al sistema de clases, a todas las formas de desigualdad social y a todo poder de dominación. En una palabra, se deducen del principio fundamental del socialismo.

Rosa Luxemburgo. La cuestión nacional y la autonomía, 1908

A diferencia de lo que nos dice hoy la propaganda feminista, Rosa Luxemburgo no solo no fue feminista sino que batalló contra el feminismo toda su vida. Incluso dudaba de la utilidad de organizaciones específicas de mujeres obreras dentro del movimiento socialista que había comenzado a organizar su amiga Clara Zetkin.

Lo hacía por las mismas causas por las que había batallado contra la formación de organizaciones específicas de obreros judíos dentro del socialismo polaco que ella misma había fundando: un rechazo a las bases mismas de eso que ahora llaman «identidad» y que define, desde una mirada muy individualista, a cada uno como una «intersección» de identidades. Para Luxemburgo no son «identidades» en conflicto las que definen la lucha política, sino un marco histórico en el que una clase universal e indivisible en sus intereses, puede liberar a toda la sociedad de toda explotación y, consecuentemente, de toda opresión.

Las defensoras de los derechos de las mujeres burguesas desean adquirir derechos políticos para participar en la vida política. Las mujeres proletarias solo pueden seguir el camino de las luchas obreras, lo opuesto de poner un pie en el poder real por medio de estatutos básicamente jurídicos.

«Die Gleichheit«, el periódico dirigido por Zetkin, deja claro que el poder de las mujeres beneficiadas por el sufragio censitario nacía de su posición social en la burguesía y la pequeña burguesía y que la reforma legal del derecho a voto que proponían afianzaría ese poder; sin embargo, las mujeres trabajadoras solo podían afirmarse a través de las luchas obreras mano a mano con sus compañeros de clase.

Podría pensarse que todo el sexo femenino, privado de derechos políticos, debe batirse como una falange para la consecución del sufragio universal femenino. Pero no es así. (…) También la batalla por el sufragio universal femenino se ve dominada por el contraste y por la lucha de clases; no puede producirse una lucha unitaria de todo el sexo femenino y mucho menos cuando no se trata de un principio vacío sino de un contenido concreto, vital, como el del sufragio universal femenino.

No podemos exigirles a las mujeres burguesas que vayan más allá de su propia naturaleza. Las proletarias no deben contar, por tanto, con el apoyo de las mujeres burguesas en la lucha por sus derechos civiles; las contradicciones de clase impiden que las proletarias puedan aliarse con el movimiento feminista.(…) Las proletarias deben ser perfectamente conscientes de que el derecho de voto no puede ser conquistado mediante una lucha del sexo femenino sin discriminaciones de clase contra el sexo masculino, sino solo con la lucha de clase de todos los explotados, sin discriminación de sexo, contra todos los explotadores, también sin ninguna discriminación de sexo.

Clara Zetkin. Discurso explicando la resolución del Congreso Internacional de Sttutgart, 22 de agosto de 1907

La creación del 8 de marzo como jornada de lucha, de huelga, en 1910 bajo el nombre de «Día de Solidaridad Internacional entre las mujeres proletarias» a propuesta de Zetkin es parte de lo mismo. Se trata de afirmar el carácter socialista y obrero del movimiento por el sufragio realmente universal, es decir, incluyendo la consecución del voto por las mujeres. Es decir, la creación del 8 de marzo fue parte de la lucha de las mujeres de la Izquierda de la II Internacional por los derechos democráticos de todos los trabajadores y contra la idea feminista de la «unión de las mujeres», «contra la que he luchado toda mi vida» como escribiría Rosa Luxemburgo.

El feminismo y la guerra imperialista

El momento de la verdad que demostraría el fondo y la razón de la batalla de la izquierda de la II Internacional contra el feminismo vendría con la guerra mundial. Las sufragistas «exigen», literalmente, a los gobiernos la incorporación de las mujeres al esfuerzo de guerra y la carnicería bélica. En premio, el gobierno británico concede en 1918 el voto a los 8 millones de mujeres de familias más pudientes, todavía lejos del sufragio universal. Es lo que ahora la prensa celebra como «conquista del voto por las mujeres» olvidando decir que solo eran unas pocas.

En cambio Zetkin y los grupos de mujeres obreras convocarán la primera conferencia internacional contra la guerra en mitad de la represión más salvaje de los internacionalistas por parte de todos los gobiernos. Es el primer acto político organizado por un grupo de la II Internacional contra la guerra en un momento en el que Luxemburgo, Rühle o Liebcknecht están ya en prisión

Conducir a los proletarios a liberarse del nacionalismo y a los partidos socialistas a recuperar su entera libertad para la lucha de clases. El fin de la guerra no puede ser alcanzado más que por la voluntad clara e inquebrantable de las masas populares de los países beligerantes. En favor de una acción, la Conferencia hace un llamamiento a las mujeres socialistas y a los partidos socialistas de todos los países: ¡Guerra a la guerra!

Declaración de la conferencia Internacional de mujeres socialistas contra la guerra

El 8 de marzo de 1917, la manifestación del 8 de marzo en Petrogrado que, como era tradicional, organizaban los grupos de obreras socialistas convocando al conjunto de trabajadores con independencia de su sexo y afirmando reivindicaciones para el conjunto de la clase, se convertirá en el detonante de la Revolución Rusa.

¿Organizaciones separadas de mujeres obreras?

Rosa Luxemburgo denunciaba cualquier organización «de mujeres» y todo «frente de organizaciones de mujeres», porque se daba cuenta que organizarse en un mentiroso espacio interclasista solo servía para engrosar el poder de las capas pequeñoburguesas (y, como veremos, patriotas) que sostenían al feminismo y dividir al movimiento de clase.

Luxemburgo tiene tan claro que la organización de grupos exclusivos de mujeres no puede abrir la puerta ni al interclasismo ni a la separación de la clase que cuando Clara Zetkin le invita al primer congreso de mujeres socialistas se burla en una carta a Luisa Kautsky: «¿Es que acaso ahora somos feministas?» -escribe. Por supuesto, no había ni rastro de feminismo en lo que Luxemburgo y Zetkin harían.

Las «organizaciones femeninas», igual que la organización juvenil creada por Carlos Liebcknecht, otro de los puntales de la izquierda del partido, tenían la misma función que Lenin proponía al Bund -organización de los obreros judíos- en el partido ruso: servir a la formación socialista y a la difusión del programa del partido en un entorno específico de mujeres, la mayoría de las cuales seguían todavía en el trabajo asalariado doméstico, en pequeños talleres o dedicadas exclusivamente al cuidado de la familia.

Este enfoque será llevado aun más allá por la III Internacional en su I y II Congreso. La lógica era la misma que se aplicaba a minorías lingüísticas, jóvenes y cooperativistas.

En un documento de directrices redactado para la Internacional para clarificar sus tomas de posición por la propia Zetkin, deja bien claro que no existirán «organizaciones separadas» ni programas diferenciados, sino «órganos específicos» de la Internacional a todos los niveles -de la fábrica al Secretariado- dedicados a promover la formación, la participación y la formación de cuadros femeninos dado el «retraso histórico y la particular posición que a menudo asume debido a su actividad doméstica» la mujer trabajadora de la época.

No hay más que un sólo movimiento, una sola organización de mujeres comunistas -antes socialistas- en el seno del partido comunista junto a los hombres comunistas. Los fines de los hombres comunistas son nuestros fines, nuestras tareas [...] Las mujeres miembros del partido comunista de un determinado país no deben reunirse en asociaciones particulares, sino que deben estar inscritas como miembros con igualdad de derechos y deberes en las organizaciones locales del partido, y deben ser llamadas a la colaboración en todos los órganos y en todas las instancias del partido. El partido comunista, sin embargo, adopta regulaciones particulares y crea órganos especiales que se encarguen de la agitación, organización y educación de las mujeres

Clara Zetkin. Directrices para el movimiento comunista femenino, 1920.

La IIª y la IIIª Internacional no crearán organizaciones étnicas, de género o generacionales, sino que impulsarán la plena igualdad real de todos los militantes dentro del partido. El carácter universal del proletariado se traduce en términos organizativos en centralismo.

Opresiones e «identidades»

A lo largo de toda la obra de Luxemburgo o Zetkin hay una idea que queda clara en cada momento y cada época: no existe la «opresión en abstracto», ni «la nación», «la juventud» o «la mujer» son sujetos históricos. Todos ellos existen en el marco de un determinado modo de producción y por tanto están cruzados, rotos por el conflicto de clase. Rosa Luxemburgo es muy clara cuando sienta las bases desde las que discutir la cuestión nacional y lo que dice sobre la «nación» y el «pueblo» aplica literalmente también a «la mujer».

Se usa el concepto de nación como un todo, como una unidad social y política homogénea. Pero ese concepto de «nación» es precisamente una de las categorías de la ideología burguesa que la teoría marxista ha sometido a una revisión radical, demostrando que detrás del velo misterioso de los conceptos de «libertad burguesa», «igualdad ante la ley», etc., se oculta siempre un contenido histórico concreto.

En la sociedad de clases no existe la nación como entidad sociopolítica homogénea, sino que en cada nación hay clases con intereses y «derechos» antagónicos.

No existe absolutamente ningún terreno social, desde el de las condiciones materiales más primarias hasta las más sutiles condiciones morales, en el que las clases poseedoras y el proletariado consciente adopten la misma actitud y aparezcan como un «pueblo» indiferenciado.

En el terreno de las condiciones económicas, las clases burguesas defienden los intereses de la explotación, y el proletariado, los del trabajo. En el terreno de las condiciones jurídicas, la propiedad privada es la piedra angular de la sociedad burguesa; los intereses del proletariado exigen que los que no tienen nada sean emancipados de la dominación de la propiedad. En el terreno de la administración de justicia, la sociedad burguesa representa la «justicia de clase», la justicia de los aposentados y los gobernantes; el proletariado defiende la humanidad y el principio que consiste en tener en cuenta las influencias sociales en el individuo.

En las relaciones internacionales, la burguesía lleva a cabo una política de guerra y de anexiones, es decir, en la fase actual del sistema, una política aduanera restrictiva y de guerra comercial; el proletariado, en camio, una política de paz generalizada y de libertad de intercambios. En el terreno de la sociología y de la filosofía, las escuelas burguesas y la escuela que representa el proletariado están en abierta contradicción (…)

Incluso en el terreno de las supuestas relaciones humanas, de la ética, de las opiniones sobre arete, edificación, etc., los intereses, la visión del mundo y los ideales de la burguesía, por un lado, y los del proletariado consciente, por otro, constituyen dos campos separados entre sí por un profundo abismo. En aquellos aspectos en que las aspiraciones formales y los intereses del proletariado y de la burguesía en su conjunto, o de su sector progresista, parecen idénticos o comunes, como, por ejemplo, en las aspiraciones democráticas, la identidad de formas y consignas encubre una ruptura total de contenido y de política práctica.

En una sociedad de este tipo no puede existir una voluntad colectiva y unitaria, no puede haber autodeterminación de la «nación».

Cuando en la historia de las sociedades modernas se han desarrollado luchas y movimientos «nacionales», se ha tratado, en general de movimientos de clase de la capa burguesa dirigente, que, en el mejor de los casos, puede representar hasta cierto punto los intereses de otras capas populares en la medida en que defienda, como «intereses nacionales», formas progresistas del desarrollo histórico, en los que la clase trabajadora aun no se haya separado de la masa del «pueblo» dirigido por la burguesía para constituirse en una clase políticamente consciente e independiente.(…) Para la socialdemocracia, la cuestión de las nacionalidades es, ante todo, como todas las demás cuestiones sociales y políticas, una cuestión de intereses de clase.

Rosa Luxemburgo. La cuestión nacional y la autonomía, 1908

Para el marxismo, no hay «identidad» al margen de la lucha de clases. No hay sujetos históricos distintos de las clases principales en las que se polariza la sociedad burguesa ni, por tanto, otra posibilidad revolucionaria distinta a la de la clase universal. Esa «universalidad» no es solo geográfica, es ante todo de intereses: la abolición del capital y del trabajo asalariado es, desde hace más de un siglo, el único futuro progresista al que puede aspirar la Humanidad como un todo. Es también el fin de toda explotación… y al destruir sus bases materiales y dar lugar a una nueva moral, de toda discriminación. Algo que se adelanta como tendencia en las mismas formas de lucha de los trabajadores (centralismo).

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