Cultura

Cultura

Conjunto de modos de comportamiento y atribución de significado social, incluidas formas de representación y comunicación que se empieza a entender como unidad a partir del nacimiento del mercado nacional.

La cultura un fenómeno ideológico que, alentado por la burguesía, le permitirá la «nacionalización», esto es la absorción y dirección bajo su programa, de clases sociales con intereses locales -pequeña burguesía, campesinado, artesanado- o universales -y por tanto anacionales- como el proletariado, dentro del sujeto político llamado «nación».

Para ello la burguesía revolucionaria no solo creará el concepto de cultura sino que homogeneizará lenguas, inventará tradiciones a partir de restos feudales y constituirá modelos de comportamiento a la medida de las necesidades del mercado nacional. Para ello se dotará de expresiones artísticas, medios de comunicación e incluso modos de representación.

La invención de la cultura

El concepto de cultura comenzó como una metáfora ilustrada: la persona se «cultivaba» mediante el estudio y el acceso al conocimiento y como cualquier campo cuanto más trabajo y fertilizantes incorporara tal cultivo («cultura»), más frutos ofrecería.

Es con Fichte, Herder y el nacimiento del romanticismo alemán cuando la cultura toma por primera vez adjetivo y comienza a ser «nacional». Ya no es el reflejo de la exposición individual al conocimiento, sino un fenómeno colectivo: el reflejo, común a todos los miembros de la colectividad nacional, de un «espíritu popular» que transitaría la historia materializando la esencia nacional a lo largo del tiempo.

El proceso social de educación y el de nacionalización se hace sinónimos. Es un razonamiento con trampa: Fichte batallaba precisamente para crear para un sistema educativo que produjera nacionales... luego no los habría sin intervención estatal.

Pero su estrategia es la de una profecía autocumplida, una vez la burguesía se haga con el poder político, nacionalización y educación serán lo mismo, una segunda génesis del hombre, según la frase famosa de Herder.

A partir de ahí, los argumentos románticos parecerán naturales, los humanos tendremos una segunda naturaleza cultural y por tanto nacional.

Pero permanezcamos en la tierra y veamos en su amplitud más general lo que la naturaleza, la que mejor debe conocer el fin y carácter de su criatura, nos pone antes los ojos como la misma formación humana: ésta no es otra que la tradición de una educación para alguna forma de felicidad y de modo de vida humanos.

Permanece el hombre entre hombres: entonces no puede escapar de esta cultura formadora o deformadora; la tradición lo alcanza y forma su cabeza y conforma sus miembros. Tal como es aquélla y como se forman éstos, así será el hombre, así está él configurado.

Herder, Ideas para la Filosofía de la Historia de la Humanidad, 1791

La definición y exaltación de la «cultura nacional» fue el «descubrimiento» del «ADN» de un sujeto político nuevo capaz de envolver e involucrar a todas las clases sociales: la nación.

La cultura nacional fue el elemento definitorio de la nación, la madre de las esencias del nacionalismo, la ideología del ascenso de la burguesía como clase política en Alemania, el invernadero ideal en el que germinó su liderazgo social.

Cultura y pequeña burguesía

La cultura fue fundamental en la nacionalización de una pequeña burguesía y un campesinado cuyos intereses económicos inmediatos seguían siendo, como se vio en la revolución cantonal española, fundamentalmente locales.

Así desde sus comienzos, la «cultura nacional» ofreció un protagonismo y financiación a la pequeña burguesía a través de las artes, convirtiéndola en intérprete plástico, arquitectónico y literario del espíritu nacional, diseñadora por tanto de las formas «populares» de la ideología nacional y, hasta cierto punto, en guardián de sus esencias.

El capitalismo de estado, las «culturas» y las «identidades»

Con el desarrollo del capitalismo de estado durante el siglo XX, el estado extendió sus políticas de control social. Y para eso aprendió a pensar como «sujetos políticos» a aquellas categorías sociológicas que le eran útiles. Por ejemplo, en los años veinte «la juventud» se convierte en concepto político y con ella nacen las primeras «culturas juveniles».

En la posguerra, el desarrollo de la industria cultural y la publicidad se unirá al desarrollo de las políticas sociales, fractalizando esas identidades.

Como consecuencia, a finales de los años cincuenta en EEUU y en los sesenta en Europa, se «descubren» las «subculturas» juveniles, estudiantiles, urbanas, barriales, migratorias, femeninas... Las «identidades culturales» se multiplican dentro del molde nacional conforme el estado hace más fino el grano de las imágenes a partir del cual diseña sus políticas.

En la lógica monopolística del capitalismo de estado todas esas categorías suponen además una oportunidad de encuadramiento organizativo y todo encuadramiento ofrece una oportunidad de «representación» colectiva: subvenciones al «tejido social», técnicos especializados, procesos participativos de diseño de «políticas públicas»...

No faltan incentivos para organizar el descontento en mil identidades que reclamen «reconocimiento» y un espacio para nuevas élites «representativas».

No es casualidad si los estudios de Sociología y los de «Ciencias Políticas» se conciben en las universidades estatales como derivaciones de un tronco común.

Cultura e «identidad de clase»

Algunas escuelas académicas e historiográficas, desde EP Thompson a los historiadores posmodernos norteamericanos, han tratado de redefinir la conciencia de clase como «identidad» definida por una «cultura obrera». Trasladando la «conciencia de sí» de la lucha de clases -la existencia de luchas de los trabajadores en tanto que trabajadores- al plácido terreno de la sociología cultural.

La «cultura», todo eso que permite reconocer a otro como «alguien de la misma condición», fundamentaría la «identidad histórica» de los trabajadores.

La conciencia de clase se dirimiría pues en el territorio que va desde las letras de canciones populares al repulgue, desde los lugares comunes a las prácticas comunitarias de resistencia cotidiana.

Aquello de lo que la clase trabajadora es capaz en términos políticos, vendría delimitado por la proyección de los valores reflejados en estas prácticas y costumbres. Prácticas y costumbres que como toda cultura bajo el capitalismo, son fundamentalmente nacionales.

De este modo la misma idea de consciencia de clase es maleada y subvertida para, a través del concepto de cultura, nacionalizar a los trabajadores y ligarlos al capital nacional -aunque normalmente se haga bajo la capa de un rechazo de la burguesía nacional. Estamos en las antípodas del pensamiento revolucionario, por supuesto.

Para Marx, la «identidad histórica» de la clase, aquello en lo que consiste su conciencia de clase, no es otra cosa que el programa al que históricamente se ve abocada por razón del lugar que ocupa en la sociedad capitalista. Programa que es universal, idéntico en cada país como la condición asalariada misma.

«Cultura global» e imperialismo

Como expresión ideológica del capital nacional, el desarrollo independiente de la cultura nacional nacerá ya con fecha de caducidad: solo será posible mientras lo sea el del capital nacional.

La aparición de una «cultura internacional» ligada a la lengua y las «industrias culturales» de las potencias imperialistas hegemónicas en cada momento pondrá en cuestión a partir del desarrollo del imperialismo el supuesto carácter «esencial» y «nacional» de las artes y las costumbres

Sin embargo, esto será a su vez reintrepretado y reutilizado por el nacionalismo como una «agresión» más ante la que llamar a la «unidad» en torno al estado y el capital nacional para la defensa de «su cultura».

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