Antiparlamentarismo

Antiparlamentarismo

Táctica que defiende el carácter contraproducente de intentar hoy en día una participación electoral similar a la que tuvieron los partidos socialdemócratas durante la fase ascendente del capitalismo.

Antes del antiparlamentarismo: La socialdemocracia y la participación electoral

Durante el capitalismo ascendente el proletariado es, en buena parte de Europa, un sujeto político reconocido dentro de la sociedad burguesa. Esta acepta que los trabajadores estén «representados» dentro de sus instituciones de gobierno, consciente de que hay un margen, dentro de su propia dominación, para la consecución por los obreros de ventajas y oportunidades para su propia organización y constitución como clase (reconocimiento legal de las huelgas, del sufragio universal, etc.). El esfuerzo por obtener este reconocimiento es parte del proceso de constitución política de la clase y del desarrollo de su organización como tal (centralismo). En ese marco el antiparlametarismo hubiera sido un disolvente, una táctica sucidida.

El primer gran servicio que los obreros alemanes prestaron a su causa consistió en el mero hecho de su existencia como Partido Socialista que superaba a todos en fuerza, en disciplina y en rapidez de crecimiento. Pero además prestaron otro: suministraron a sus camaradas de todos los países un arma nueva, una de las más afiladas, al hacerles ver cómo se utiliza el sufragio universal.

El sufragio universal existía ya desde hacía largo tiempo en Francia, pero se había desacreditado por el empleo abusivo que había hecho de él el Gobierno bonapartista. Y después de la Comuna no se disponía de un partido obrero para emplearlo. También en España existía este derecho desde la República, pero en España todos los partidos serios de oposición habían tenido siempre por norma la abstención electoral. Las experiencias que se habían hecho en Suiza con el sufragio universal servían también para todo menos para alentar a un partido obrero.

Los obreros revolucionarios de los países latinos se habían acostumbrado a ver en el derecho de sufragio una añagaza, un instrumento de engaño en manos del Gobierno. En Alemania no ocurrió así.

Ya el «Manifiesto Comunista» había proclamado la lucha por el sufragio universal, por la democracia, como una de las primeras y más importantes tareas del proletariado militante, y Lassalle había vuelto a recoger este punto. Y cuando Bismarck se vio obligado a introducir el sufragio universal como único medio de interesar a las masas del pueblo por sus planes, nuestros obreros tomaron inmediatamente la cosa en serio y enviaron a Augusto Bebel al primer Reichstag Constituyente.

Y, desde aquel día, han utilizado el derecho de sufragio de un modo tal, que les ha traído incontables beneficios y ha servido de modelo para los obreros de todos los países. Para decirlo con las palabras del programa marxista francés, han transformado el sufragio universal de «moyen de duperie qu’il a été jusqu’ici en instrument d’émancipation» —de medio de engaño, que había sido hasta aquí, en instrumento de emancipación.

Y aunque el sufragio universal no hubiese aportado más ventaja que la de permitirnos hacer un recuento de nuestras fuerzas cada tres años; la de acrecentar en igual medida, con el aumento periódicamente constatado e inesperadamente rápido del número de votos, la seguridad en el triunfo de los obreros y el terror de sus adversarios, convirtiéndose con ello en nuestro mejor medio de propaganda; la de informarnos con exactitud acerca de nuestra fuerza y de la de todos los partidos adversarios, suministrándonos así el mejor instrumento posible para calcular las proporciones de nuestra acción y precaviéndonos por igual contra la timidez a destiempo y contra la extemporánea temeridad; aunque no obtuviésemos del sufragio universal más ventaja que ésta, bastaría y sobraría.

Pero nos ha dado mucho más. Con la agitación electoral, nos ha suministrado un medio único para entrar en contacto con las masas del pueblo allí donde están todavía lejos de nosotros, para obligar a todos los partidos a defender ante el pueblo, frente a nuestros ataques, sus ideas y sus actos; y, además, abrió a nuestros representantes en el parlamento una tribuna desde lo alto de la cual pueden hablar a sus adversarios en la Cámara y a las masas fuera de ella con una autoridad y una libertad muy distintas de las que se tienen en la prensa y en los mítines. ¿Para qué les sirvió al Gobierno y a la burguesía su ley contra los socialistas, si las campañas de agitación electoral y los discursos socialistas en el parlamento constantemente abrían brechas en ella?

Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organizaba la dominación de la burguesía ofrecían nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra estas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales de artesanos, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el Gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales.

Federico Engels. Introducción a «La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850», 1895.

El «parlamentarismo» de la IIª Internacional

La actividad parlamentaria de los partidos obreros antes de la I Guerra Mundial, tiene como modelo a la socialdemocracia alemana y su consigna «ni una moneda ni un hombre para este sistema», que implica votar siempre en contra de todos los presupuestos gubernamentales en todos los niveles de gobierno.

El resultado es contradictorio e interesante por cuanto revela del periodo: en términos generales, la actividad electoral y parlamentaria ayuda, en ese marco intransigente, a fortalecer la organización y la constitución de la clase, se empuja el programa democrático de la burguesía y se obtienen reformas legales favorables a la posibilidad de la organización obrera y conquistas económicas de largo aliento como la reducción de jornada. Pero también se trasladan al interior de los partidos tendencias oportunistas, conciliadoras que acabarán expresándose abiertamente como «revisionismo» y minando a los partidos socialdemócratas desde dentro, incorporándolos a la «unión nacional» con la burguesía y convirtiéndolos en una pieza fundamental de la movilización de los trabajadores para la guerra.

La imposibilidad de un parlamentarismo de clase en la decadencia, el antiparlamentarismo como táctica alternativa

En la decadencia capitalista todo aquello que hace posible la actividad y representación parlamentaria de los trabajadores desaparece cuando lo hace el tejido organizado de clase: el espacio de «democracia obrera» formado por las innumerables organizaciones -desde el partido a las organizaciones culturales pasando por las cooperativas. Enfrentada a la revolución y cabalgando un sistema sin capacidad de expansión, la burguesía ya no tiene espacio para partidos obreros en sus instituciones; el antiparlamentarismo se va dibujando como una táctica necesaria.

Durante el periodo que abarca desde la 1ª Guerra Mundial hasta la Revolución Española, se universaliza el capitalismo de estado y con él la organización totalitaria de la burguesía en torno a un nuevo tipo de estado «intervencionista» fusionado con el gran capital y los monopolios. Lo mismo que ocurre en el acero o el carbón ocurre con la fuerza de trabajo: el sindicato pasa de mayorista a monopolista y se integra en el aparato económico estatal. En ese proceso el espacio de «democracia obrera» formado por las innumerables organizaciones -desde el partido a las organizaciones culturales pasando por las cooperativas- será destruido por las dos formas principales de la contrarrevolución: el fascismo y el stalinismo.

Libre del contrapeso de la «democracia obrera», la «sociedad civil» burguesa organizada (partidos, asociaciones, etc.) es absorbida por la maquinaria estatal: de representante de las fracciones del capital ante el aparato político, pasa a ser a representante del estado ante los diferentes sectores de la sociedad.

La pequeña burguesía tendrá una relación oscilante: en los periodos de conflicto con la burguesía generará expresiones políticas y parlamentarias propias... que acabarán absorbidas o desaparecidas cuando los conflictos amainen.

El mismo aparato político se transforma de cabeza a pies: la democracia liberal desaparece como tal -en los capitalismos más frágiles ni siquiera se mantienen las formas- y el sistema representativo deja de pivotar sobre un Parlamento que funciona como una metáfora del mercado -el «mercado de las ideas» que chocan y encuentran equilibrios entre intereses particulares- para convertirse en representación de una «opinión» fabricada industrialmente por un nuevo monopolio: los medios de comunicación.

Estos medios reproducen y amplifican el totalitarismo del estado: ocupan todo el espacio de «la opinión» llenando todo el espacio físico -del cuarto de estar al coche, del tren a, en muchos lugares, el ascensor- y el virtual -el móvil, las redes sociales- con noticias y «debates» cuya diversidad enfatiza la «inexistencia» e «imposibilidad» de una alternativa a la mercantilización capitalista. De fondo, lo que ocurre es que lejos de poder «abrir la mano» a un marco que permita la constitución en clase, necesita negar la mera existencia de la clase como sujeto político e incluso, en el colmo del delirio discursivo, negar su existencia incluso como clase sociológica. Todo el aparato mediático y de propaganda, infinitamente multiplicado, se dedicará a fabricar ideologías negacionistas y divisionistas de la clase: nacionalismo, racismo, pacifismo, feminismo... presentado siempre falsas dicotomías «realistas» entre «lo peor y lo aun peor».

«Parlamentarismo revolucionario» y contrarrevolución

El proceso de transición hacia el capitalismo de estado, que comienza con el imperialismo, deja destrozados a los partidos de la IIª Internacional, el oportunismo -que se ha hecho fuerte en los grupos parlamentarios de los partidos obreros- no solo se traduce puntualmente en revisionismo, sino que el ala derecha reformista, encabezada por las direcciones sindicales, convertirá al estallar la guerra a la gigantesca máquina de la organización obrera en un aparato de reclutamiento bélico disolviéndola en la nación y conduciendo a una parte central del proletariado a la matanza imperialista.

Consciente del papel del parlamentarismo en el proceso, que han puesto el centro de los partidos socialistas en la maquinaria electoral, la IIIª Internacional propondrá la táctica del «Parlamentarismo revolucionario» como una forma de actualizar la táctica original de los tiempos de Engels, Liebknecht padre y Bebel.

Se trata de participar en los parlamentos precisamente para romper el monopolio de la opinión, para representar la oposición de clase entre los apaños y «reformas» reaccionarias en curso y los trabajadores, cuyos diputados en los países burgueses votarán en contra o se abstendrán en todas las votaciones.

Sin embargo el «parlamentarismo revolucionario», en ausencia de un tejido organizado de clase capaz de contrarrestar y resistir a la «industria de la opinión» es una ilusión. Pronto se verá que incluso las condiciones que lo hacen en un primer momento imaginable como táctica han desaparecido ya en la mayoría de los países durante la guerra. En el resto, la contrarrevolución arrasará con ellas. El antiparlamentarismo se convierte en la única táctica posible.

¿Sería posible un «parlamentarismo revolucionario» hoy?

  1. La prensa obrera, base de la agitación socialista en el XIX, podía competir en el mercado durante el capitalismo ascendente porque existían organizaciones obreras de masas como el sindicato, pero también asociaciones culturales y educativas obreras de todo tipo en cada rincón del territorio industrializado. Estamos ante un capitalismo que aunque no alentaba precisamente la organización de clase, tampoco era todavía totalitario. Además, todavía había un cierto libre mercado. Solo en algunos países la burguesía había creado subproductos para enfrentar a la prensa obrera: los primeros «tabloides» británicos. En el mundo del capital hiperconcentrado y articulado alrededor del estado, los periódicos se han convertido en gigantescos conglomerados multimedia inalcanzables por ningún partido o grupo de trabajadores. Pretender competir con ellos en la batalla por la «opinión» cotidiana es tan utópico como pretender que deberíamos tener un Google o un Amazon en cada grupo militante. Y, es obvio recordarlo, no existe un tejido organizado y masivo de clase en barrios y empresas.
  2. Una vez estás en el juego aceptas lo que el juego dice medir… aunque sepas que mide otra cosa. La «opinión» no deja de ser un terreno ajeno, un producto más de los monopolios. Movilizar para no conseguir más que la frustración de un fracaso es precisamente lo que le encanta hacer a la izquierda del capital, siempre atenta a destruir la autoconfianza de la clase.
  3. Aun si se produjera una «victoria» electoral, un grupo parlamentario de «representantes» de los trabajadores, no podría obtener resultados tangibles para el conjunto de los trabajadores. No hay mejoras sostenibles posibles para el trabajo en un capital en crisis permanente. Solo sería posible el parlamentarismo revolucionario, la negativa a cualquier compromiso y la denuncia de todas las falsas «reformas». Pero ¿podría resistir a la industria mediática sin organizaciones masivas sosteniéndolo?
  4. La misma existencia de «representantes» de los trabajadores no surgidos de las luchas, no revocables por el propio proletariado organizado, sino elegidos a través del estado, sería contraproducente. La constitución de la clase en sujeto político, el desarrollo de la conciencia de clase, ya no se puede apoyar en un estado ajeno. La emancipación de los trabajadores, es decir, su afirmación al margen de la burguesía, es incompatible con la representación en el capitalismo de estado. El antiparlamentarismo es, hoy por hoy, la táctica posible.
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